Juan Jose Hernandez, es un escriba mexicano que nos dejo dicho unas notas sublimes. Se llama su articulo "Toquen otra vez la que se fue", y son de esas crónicas que dan rabia. Son de esas frente a las cuales uno dice, "Como carajos no se me ocurrió a mi", un poco por que yo la hubiera escrito casi con las mismas palabras y otro poco por que efectivamente me ocurrió algo parecido.
Es decir ME OCURRIO, pero NO SE ME OCURRIO".
Esta claro?
Aqui les va:
“Estoy en el rincón de una cantina, oyendo una canción que yo pedí, me están sirviendo ahorita mi tequila, ya va mi pensamiento rumbo a ti. Yo sé que tu recuerdo es mi desgracia y vengo aquí nomás pa´ recordar qué amargas son las cosas que nos pasan cuando hay una mujer que paga mal”.
Escuchaba a José Alfredo Jiménez en voz de un mariachi en la plaza Garibaldi, mientras me empinaba un caballo de tequila tenía en mi mente sus enormes ojos claros, brillosos, hermosos acompañados por su sonrisa que sólo me hacían recordar su engaño con otro tipo que no vale la pena.
En ese pequeño bar donde las paredes están repletas de imágenes de grandes hombres rancheros, grandes machos mexicanos, como Pedro Infante, Jorge Negrete, Cuco Sánchez y otras figuras muy viriles. Me encuentro bajo la fotografía de José Alfredo Jiménez con un tequila en la mano, decidí no pensar más y dejé el caballito de lado para empinarme la botella completa, mientras se derramaba en mi camisa el alcohol y unas cuantas lágrimas maliciadas.
Eran las tres de la mañana y el mariachi seguía tocando y yo tomando entre tanto borracho que viene a llorar por alguien que para ellos no vale la pena. Salí de aquel lugar que ya era como mi hogar porque encontraba lo que quería: pretender olvidarme de ésa.
Entre las calles del Centro, tan rudimentarias, oscuras y repletas de basura caminé por un callejón donde las mujeres usan poca ropa y el viento mueve sus cabellos tiesos entre sus labios rojos que combinan con sus zapatos de tacón. Escogí una mujer de cabellera negra, larga y lacia, y unos ojos grandes que me hacían recordar a la que un día me ilusionó y después me dejó.
La llevé al bar de donde salí y entramos al baño, un pequeño lugar de dos por dos, repleto de azulejos marinos oscuros que brillaban y en los que, por suerte, nos reflejábamos. Ella comenzó a besar mi cuello con sus labios grandes y carnosos, diluídos de color rojo. Fue subiendo por mi oído el cual mordió con delicadeza y murmuró con un aire tenue: “me excitas”.
Mientras comenzaba el manubrio de mis manos en sus pechos pequeños, pero firmes, se escuchaba al mariachi cantando “… yo sé bien que estoy afuera, pero el día en que yo me muera sé que tendrás que llorar…”, ella bajó el cierre de mi pantalón con prisa y su mano comenzó a agitar mi sexo con movimientos lentos y suaves hasta que se halló como un cigarro encendido, ardiente, húmedo y tibio. “…Dirás que no me quisiste, pero vas a estar muy triste y así te vas a quedar…”
Comencé a desabotonar su blusa de una seda barata y ligera, su sostén de encaje negro la hacía una fémina erótica, alcé su pequeña falda de piel negra que dejaba ver su flor como alcatraz blanco, exquisito y fresco. “…Con dinero y sin dinero hago siempre lo que quiero y mi palabra es la ley…” Nuestros órganos se conectaron, ella subía y bajaba rozando mi tórax con sus frágiles extremos rosados. Hacía un pequeño ruido fugaz y constante en mi oído que creaba una melodía apasionante, mientras yo le cantaba “…No tengo trono ni reina, ni nadie que me comprenda, pero sigo siendo el rey…”
“… Una piedra en el camino me enseñó que mi destino era rodar y rodar…” Las paredes de azulejos poco a poco se empañaban y goteaban gracias a nuestro sudor que olía a mezcal y a humo de cigarrillo, remitiéndome a las películas de ficheras. Mientras nuestros cuerpos seguían friccionándose cada vez más rápido, mi aliento destilaba el recuerdo de alguien más “…Después me dijo un arriero que no hay que llegar primero, sino hay que saber llegar…”. Los movimientos más ágiles, los gritos de mi mujer ocasional erizaban mi piel turbia, sus sonidos agudos y fuertes convertían mi cuerpo en volcán erosionado que buscaba un descanso. Hasta que exploté en su vientre con lava impetuosa y ardiente que provocó la imagen de otra mujer en mi mente “…No tengo trono ni reina, ni nadie que me comprenda, pero sigo siendo el rey…”
Ella bajó su vestido y volvió a pintar sus labios rojos carmesí, mientras me subía el pantalón y abrochaba mi cinturón saqué un billete de 200 pesos de la cartera, ella lo tomó y se fue. Salí disimuladamente del baño y pedí otro tequila, el mariachi cantaba “…No vale nada la vida, la vida no vale nada, comienza siempre llorando y así llorando termina, por eso es que en este mundo la vida no vale nada…”, y yo nunca olvidé a mi mujer de ojos grandes en toda la noche en la que sólo grité “¡que toquen otra vez la que se fue!”.
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