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Aquí hay un poco de todo. No será un lugar demasiado original ni distinto, pero acaso si lo suficientemente entretenido como para que tengan ganas de volver.

13 de mayo de 2016

Juan Contreras

Para él, el infierno siempre estuvo afuera. De niño fue educado y se educó para echarle la culpa al próximo.
Siempre era el otro. No asumió jamás responsabilidad alguna sobre sus actos. Se crió hipercrítico, cínico e infeliz. Quienes lo conocían le decían “La Peste” o “Juan Contrera”. Para él todo estaba mal, siempre. Temprano le llegó la más sucia de sus miradas y lo halló ya enemistado con todo y con todos. Para entonces ya era incapaz de hablar sin descalificar, sin criticar, sin insultar. Era violento y le gustaban las armas. No se dio cuenta que no estaba bien ni cuando el último amigo que le quedaba, fastidiado por su constante oscuridad, se fue de su lado. Se quedó definitivamente solo.
Se entregó a los excesos.
Abusó de todo: Alcohol, drogas, mujeres, hombres, derrapó peligrosamente por la pendiente y en varias oportunidades salvó su vida de pura casualidad.
Sin autocrítica, tampoco fue capaz de buscar ayuda eficiente.
Su acritud lo condujo a pensar que la terapia era cosa de locos o maricones y que él ni estaba demente ni era homosexual.
Alguien intentó acercarlo a la fe.
Curas, rabinos, pastores y profetas tampoco lograron moverlo de la cornisa en la que sentía que vivía.
Un domingo, un diario local operó el estrago: En fulgurante color y media página central un chaman del nuevo milenio anunciaba su presencia en la ciudad, prometiendo adivinar el pasado y curar los males del futuro por algunas pocas rupias. Acudió, y entre incrédulo y desesperado, escuchó al charlatán hablarle de maldiciones milenarias, de curas milagrosas, de brujerías, de pócimas infalibles y de nuevas visitas para extirpar las sombras. Tanto ir a gastar casi todas sus reservas sin mejorías visibles le hizo sospechar ineficiencia del curandero. Fue a otro y otro y otro más y muchos otros. Un hilo de coherencia que guardaba su cerebro lo hizo huir de una escribanía donde estaba a punto de transferir su móvil a cambio de exorcismos macumberos.
Entonces ocurrió un milagro.
De la noche a la mañana supo, sin saber cómo ni por qué, que era un prisionero de sus propios fantasmas, que habitaba una cárcel de sombras monstruosas, una jaula de prejuicios, mandatos y etiquetas que lo enterraban en las incertidumbres, los miedos, angustias y el vacío. Sintió que a su alma le faltaba espacio, que la estrechez de sus percepciones y anhelos le incineraban el entendimiento, que la sensación insignificante de su vida achicharraba sus modestos logros, que el rechazo que causaba en los demás era la causa de sus males
Comprendió que debía abrir su cabeza, que esa era la forma de emprender nuevos vuelos, nuevos estilos, nueva vida.
Lo que no pudo, fue saber cómo hacerlo y eligió un calibre inadecuado...

FP. Formosa, Abril 2016

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