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Aquí hay un poco de todo. No será un lugar demasiado original ni distinto, pero acaso si lo suficientemente entretenido como para que tengan ganas de volver.

14 de noviembre de 2013

Don Carlos - Otro cuento premiado



El general sonrió  tristemente cuando Cabral le vino con el chisme. Sentado en su nube, se quedó algún  momento  en silencio y luego le pidió su ayudante de turno, el Cabo Antonio Ruiz, el popular Negro Falucho, que le ensillara un tordillo.
No iba a desautorizar el mito.
No en esta parada.
Tenía que ser en tordillo.
Después  le ordenó a Zapiola que hiciera formar los granaderos  para rendir  honores y a la fanfarria que, tocara alguna diana de gloria.
-Vamos a esperarlo, le dijo a Guido.
Era el diecisiete de junio de mil novecientos ochenta y dos y se había muerto Don Carlos.
Don Carlos, era hijo de Don Santos.

Santos fue uno  de esos primeros colonos en llegar a Formosa, a días de la fundación.

Friulano.

Venía de Trento, Italia.

Y acá, se casó con otra gringa, Ursula Capra, trentina como él.

Tuvieron varios hijos: Carlos, Juan, José, Ana, Clorinda, Adelaida y Pina

Carlos desarrolló un corpachón de metro noventa y pico que albergaba ciento y tantos kilos de puro músculo.

Ciertos aspectos de su carácter, algunas habilidades y su tamaño, le daban características peculiares.

Parecía displicente, pero elegante y viril al mismo tiempo.

Valiente. Casi temerario.

Tenía una  sin par puntería con las armas de puño.

Era un  duro, un  peso pesado de verdad. No se lo arreaba con el poncho y menos si estaba picado.

Heredó un catolicismo militante, casi fanático, culto al trabajo, algunas costumbres de la tierra de sus mayores,  una singular forma de expresarse  y un rarísimo patriotismo.

Su modo de ver y vivir la religión, sustentaba su costumbre cotidiana de rezar el rosario en familia.

Todas las tardecitas, sin faltar a ninguna.

Es menta en la familia que en medio de un Ave María podía preguntar si dieron agua a los chanchos y cosas así.

Y los responsables de las tareas domesticas le contestaban del mismo modo.

Dios no se enojaba.

De lo segundo, sacó guapeza, tesón e habilidades casi naturales por el trabajo rural.

Cuando se produjo el loteo de la Colonia Miguel de Azcuénaga, cerca de Gran Guardia,  fue unos de los primeros en poblarse y se hizo ganadero.

Heredó también su gusto por las comidas fuertes y cierta debilidad frente a la caña blanca.

Lo del origen de su amor a la patria no está claro.

Quizás habría que remontarlo al servicio militar que decía haberlo cumplido en Las Lomitas, en el legendario 12 de Línea.

Pero tampoco puede descartarse motivaciones mas profundas, como la aguda sensación de destierro que deben haber sentido sus padres, que los soldó a este terruño, al que amaron como propio.

Es fama o acaso solo calumnias, que una vez no completó adecuadamente sus menesteres en la letrina pues la Banda del Regimiento, que estaba a una o dos cuadra de su casa,  se puso a ensayar el Himno Nacional y él hubo de pararse y escucharlo a pie firme y cantarlo con voz vibrante,  como correspondía.

Pero el idioma fue lo que mas lo marcó.

El furlán que hablaba la familia y lo que mal escuchó en el par de años en que fue a la escuela le dejaron un castellano arisco, cargado de adjetivaciones innecesarias e imprecaciones que no ahorraban referencia a santos y vírgenes, medio rengo en las erres, a las nunca daba en colocar correctamente y que se transformaba en un cocoliche desopilante cuando se ponía nervioso o estaba entonado.


Todo ocurrió el dieciséis de agosto de mil novecientos cincuenta

El país se aprestaba a celebrar el centenario de la muerte del General José de San Martín, y se preparaban ceremonias y actos con la solemnidad y el boato al alcance de cada pueblo.

Se anunciaban desfiles, quermes, carreras, juegos de destreza y asados populares.

Gran Guardia ya tenía consolidada su vida aldeana, y no vayan ustedes a creer que era mucho mas chico de lo que es ahora, pero funcionaban ya sus instituciones básicas y el comercio: La estación del ferrocarril, estafeta, escuela, registro civil, capilla, comisión de fomento, policía, uno o dos almacenes de ramos generales, una que otra fonda y algunos artesanos.

La unidad policial era un destacamento. Tres o cuatro milicos, a lo mas.

La gente le decía comisaría, y al destacado, comisario, así fuera un cabo.  

Ocupaba un mal rancho de dos o tres piezas que hacían de despacho, sala de armas, dormitorio, casa habitación,  cocina, depósito caballerizas y calabozos. Comandaba en Jefe, un Sargento Loza, que había sabido ganarse las jinetas capturando a un peligroso bandolero chaqueño, en la zona de San Hilario.

Fue premiado con el ascenso.

Le iba bien.

Imponía respeto desarrollando sus habilidades para la diplomacia cerril o a sablazos limpio, la mas de las veces.

Era querido y temido sin solución de continuidad. Quienes le hablaban bien e iban con gestos de humildad, conseguían excepciones en las cuadreras, alargue de los horarios de baile, permisos para las tabeadas a diez el tiro, un guiño para el monte o el pase inglés, más aun si se reforzaba el ruego con algún lechón.

Los bochincheros, los cargosos y especialmente los caú sapucai, conocían los rigores de su sable y de la penosa cuarentena a pan y agua en los calabozos.


Don Carlos, atraído por los bombazos, cayó al pueblo, bien montado y al tranquito, en la tarde del dieciséis de Agosto.

Se alojó en la fonda de los Peralta, a una cuadra de la plaza, donde sería el epicentro de las celebraciones.

Describir una fonda pueblerina de los cincuenta excede largamente las exigencias de brevedad de este relato. Alcanzaría con decir que se trataba generalmente de una casa de familia en la que en alguna pieza del fondo o en el galpón, se agregaban unos camastros de tiento de dudosa higiene, donde el viajero podía pasar la noche.

Las comodidades de la fonda estaban en directa relación con la diligencia del fondero.

En algunas solo se disponía de cama, mientras que en otras se agregaban adicionales, como potrero para los caballos, un plato de comida, despacho de bebidas y por ahí hasta servicios de acompañantes, diríamos hoy.

La de Peralta no sería diferente si no fuera por la cocinita: un estaqueo de palma a dos agua de dos por tres, cerrada por el este, sur y oeste, y sin paredes  por el norte, en cuyo centro reinaba un tizón, que daba vida a un amigable fogón. En el centro del muro del poniente, un simple hueco de unos cincuenta centímetros oficiaba de ventana.

La caña paraguaya de Peralta, traída de contrabando, tenía fama de ser la menos estirada  del pueblo.

Don Carlos, desensilló, acomodó apero y caballo, se baño, se puso pilcha decente y utilizando los servicios de algún chico de la casa requirió la presencia de un tal Julio Cuenca, que por sus habilidades con las tijeras, ejercía los oficios de talabartero, sastre y peluquero.

Era un paraguayo exiliado de vaya uno a saber cual de las muchas revoluciones del país hermano.

La tarde se presentaba fría, y mientras aguardaba la llegada del barbiere pidió una cañita, que al arribo del buscado se hicieron dos, y luego más, varias más.

Luego del tuse, se quedaron  los dos, peluquero y peluqueado, tomando y hablando como se habla cuando se habla de nada: Las lluvias, el estado de los caballos, las pasturas, el engorde de las vacas, alguna hazaña exagerada, los chismes del pueblo, y de los preparativos para día siguiente.

Así los sorprendió la medianoche, acaso anunciada por algún gallo madrugador, arrimados al fogón que los calentaba por fuera y  a la caña que los abrigaba por dentro.

Fue entonces que a Don Carlos le afloró el enano chauvinista.

Levantando la enésima copa propuso:

-       Brrrindo por el queneral  San Martín, el padre de la Patria!..

La respuesta de su contertulio lo congeló en la silleta.

-       Ese co e´ un yapú, Don Carlos.

-       Cómo diche !. Cómo que mentira?

-       Si. Si San Martín era paraguayo.

-       Oh ma grran puta. Cómo te atreves?. Cómo San Martín va ser paraguayo?

-       Si!. Era paraguayo!

-       Bruta bestia. Yo te vía dar San Martín  paraguayo a vos. 

-       Pero claro pué. Fijate usté: San Martín nació en Yapeyú. Verdá?.

-       Si.

-       Y güeno. Yapeyú queda en Corrientes. Verdá?

-       Si.

-       Y güeno. Corrientes era Paraguay. Oyapó 100 años. Los argentinos o mondá…

No aguantó mas.

No pudo oír mas.

De un salto se levantó y con animo de beligerancia.

Julio también se paró.

Quedaron midiéndose, fogón de por medio, uno ocupando el centro del recinto, el otro cubriendo con su corpacho toda posibilidad de escape por el norte.

El peluquero vio que su situación era precaria y decidió forzar  la parada.

Para equilibrar el lance extrajo de entre sus ropas un verijero de no mas de cuatro dedos de hoja.

Don Carlos vio el reflejo y también manoteo la verija, pero extrajo un cuarenta y cuatro cuarenta de esos que tenían argollita en la culata y sin decirle agua va, le quemó cartucho entre las piernas, desparramando las brazas del fogón.

Acorralado y en desventaja material, el exiliado optó por una prudente y poco elegante retirada, zambulléndose de cabeza por el ventanuco mientras otro plomazo le llenaba el alma de pánico y el cuerpo de astillas de la pared en la que el belicoso patriota había hecho diana y se perdió en la noche cruzando a campo traviesa los fondos de los vecinos, seguro de que  comprenderían su urgencia.

Los dos tiros retumbaron hasta en los cimientos de los ranchos. Se inquietaron los gallineros, se alborotaron los caballos, se despertaron todos los perros del pueblo… y el Comisario, que dormía a una cuadra escasa.

No se habían disipado los humos de la balacera, cuando un Sargento Loza a medio vestir, de botas, gorra y sable en mano, se apersonó al lugar, demandando por el autor del disparo.

Envalentonado por la caña y el rápido abandono del teatro de operaciones de su oponente, Don Carlos reclamó casi altaneramente ser el responsable no de uno sino de dos tiros.

Y bien tirados. 

Al sargento, la frase le salió medio cruda.

-       Entrégueme el arma y dese preso!

Don Carlos achinó los ojos. Había tomado pero no estaba inconsciente; estaba solo, era cierto, pero el otro también estaba solo, e igual que él, sangraba, y él aun mantenía la ventaja del cuarenta y cuatro desenfundado, de modo que  casi displicentemente le respondió:

-       Oh ma, Loza… Ahora vo… Qué querrés?, el  fiero  o el plomo?

El taquero vió que manu militari no iba a sacar pichones e inmediatamente cambió la estrategia y se refugió en el diálogo

-       Qué lo que  pasó?

-       Cristo de la Madonna, el Julio ese… le hice un tirito porque que me vino a insultar a la Patria y al…

-       Y le pegó?

-       Si hubiera querido pegarle, taría patariba acá. Corió. Se metió en el algarobal, el cobarrrde.

A Loza le pareció que tenía éxito y que la cosa se tranquilizaba y volvió a insistir:

-       Bueno Marighetti. Me va a tener que acompañar y por favor entrégueme su arma.

-       Serrachini de la Madonna,  Loza. Vo so paraguayo o argentino?

La pregunta lo desarmó. Qué tendría que ver?.

-       Argentino!

Orgullosa y altanera fue la respuesta

-       Bueno, junagrrran puta. Si so argentino no me vas a poder llevar preso. Yo le tire a ese parraguayo, por que vino a insultarme al queneral San Martín. Dijo que era parraguayo y que los argentinos le robamos...y..."

Una larga explicación en intricado cocoliche, terminó por fastidiar los ánimos del gorra, que sopesó delicadamente la situación.

No había pasado nada demasiado grave, salvo un poco de ruido y algún alboroto que dadas las horas no parecía pasar a mayores y decidió dejar las cosas como estaban, no sin antes recomendarle que se fuera a dormir y que a la mañana hablarían. Insistir podía agravar la cosa.

Y ahí se complicó.

Don Carlos empecinadamente exigía lavar la mácula en la memoria del Libertador.

-       Cooomo que que me vaya a dormí,  Ostia de la Madonna…  Y el  parraguayo?

-       Mañana lo hago buscar también y aclaramos el asunto.

-       Oooohh ma grran puta Loza vo también. No te animás a agararlo y darle una garoteada, so cobarrde,

Valor no le faltaba al sargento, pero prudencia tampoco, mas todos sus intentos fueron vanos.

Porfiado, Don Carlos logró despertar a otro policía, a Peralta y a un par de vecinos, quienes, todos juntos se apersonaron en la casa del peluquero, que mansamente se entregó, sin negar los cargos de lesa patria que le formulaba el desencajado gringo.

Fue conducido en solemne procesión al calabozo, a purgar la afrenta.

El general sonrió  cuando Cabral le vino con el chisme. Sentado en su nube, se quedó algún  momento  en silencio y luego le pidió su ayudante de turno, el Cabo Antonio Ruiz, el popular Negro Falucho, que le trajera el catalejo. Desde allí los vio.
El Sargento Loza, Don Carlos y Julio Cuenca comían en la misma mesa, el asado popular, el mediodía del diecisiete de agosto de mil novecientos cincuenta, en Gran Guardia.
- Quedan pocos americanos patriotas, les dijo a Zapiola y a Guido.


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