El
general sonrió tristemente cuando Cabral
le vino con el chisme. Sentado en su nube, se quedó algún momento en silencio y luego le pidió su ayudante de
turno, el Cabo Antonio Ruiz, el popular Negro Falucho, que le ensillara un tordillo.
No iba a desautorizar el mito.
No en esta parada.
Tenía que ser en tordillo.
No iba a desautorizar el mito.
No en esta parada.
Tenía que ser en tordillo.
Después
le ordenó a Zapiola que hiciera formar los
granaderos para rendir honores y a la fanfarria que, tocara alguna
diana de gloria.
-Vamos
a esperarlo, le dijo a Guido.
Era
el diecisiete de junio de mil novecientos ochenta y dos y se había muerto Don Carlos.
Don Carlos, era hijo de Don Santos.
Santos fue uno de esos primeros colonos
en llegar a Formosa, a días de la fundación.
Friulano.
Venía de Trento, Italia.
Y acá, se casó con otra gringa, Ursula Capra, trentina como él.
Tuvieron varios hijos: Carlos, Juan, José, Ana, Clorinda, Adelaida y
Pina
Carlos desarrolló
un corpachón de metro noventa y pico que albergaba ciento y tantos kilos de
puro músculo.
Ciertos aspectos
de su carácter, algunas habilidades y su tamaño, le daban características peculiares.
Parecía displicente,
pero elegante y viril al mismo tiempo.
Valiente. Casi
temerario.
Tenía una sin par puntería con las armas de puño.
Era un duro, un
peso pesado de verdad. No se lo arreaba con el poncho y menos si estaba picado.
Heredó un
catolicismo militante, casi fanático, culto al trabajo, algunas costumbres de
la tierra de sus mayores, una singular
forma de expresarse y un rarísimo patriotismo.
Su modo de ver
y vivir la religión, sustentaba su costumbre cotidiana de rezar el rosario en
familia.
Todas las
tardecitas, sin faltar a ninguna.
Es menta en
la familia que en medio de un Ave María podía preguntar si dieron agua a los
chanchos y cosas así.
Y los responsables
de las tareas domesticas le contestaban del mismo modo.
Dios no se
enojaba.
De lo
segundo, sacó guapeza, tesón e habilidades casi naturales por el trabajo rural.
Cuando se
produjo el loteo de la Colonia Miguel de Azcuénaga, cerca de Gran Guardia, fue unos de los primeros en poblarse y se
hizo ganadero.
Heredó también
su gusto por las comidas fuertes y cierta debilidad frente a la caña blanca.
Lo del origen
de su amor a la patria no está claro.
Quizás habría
que remontarlo al servicio militar que decía haberlo cumplido en Las Lomitas, en
el legendario 12 de Línea.
Pero tampoco puede
descartarse motivaciones mas profundas, como la aguda sensación de destierro
que deben haber sentido sus padres, que los soldó a este terruño, al que amaron
como propio.
Es fama o
acaso solo calumnias, que una vez no completó adecuadamente sus menesteres en la
letrina pues la Banda del Regimiento, que estaba a una o dos cuadra de su casa,
se puso a ensayar el Himno Nacional y él
hubo de pararse y escucharlo a pie firme y cantarlo con voz vibrante, como correspondía.
Pero el
idioma fue lo que mas lo marcó.
El furlán que hablaba la familia y lo que
mal escuchó en el par de años en que fue a la escuela le dejaron un castellano
arisco, cargado de adjetivaciones innecesarias e imprecaciones que no ahorraban
referencia a santos y vírgenes, medio rengo en las erres, a las nunca daba en colocar correctamente y que se
transformaba en un cocoliche desopilante cuando se ponía nervioso o estaba
entonado.
Todo ocurrió el dieciséis de agosto de mil novecientos cincuenta
El país se
aprestaba a celebrar el centenario de la muerte del General José de San Martín,
y se preparaban ceremonias y actos con la solemnidad y el boato al alcance de
cada pueblo.
Se anunciaban
desfiles, quermes, carreras, juegos de destreza y asados populares.
Gran Guardia
ya tenía consolidada su vida aldeana, y no vayan ustedes a creer que era mucho
mas chico de lo que es ahora, pero funcionaban ya sus instituciones básicas y
el comercio: La estación del ferrocarril, estafeta, escuela, registro civil,
capilla, comisión de fomento, policía, uno o dos almacenes de ramos generales, una
que otra fonda y algunos artesanos.
La unidad
policial era un destacamento. Tres o cuatro milicos, a lo mas.
La gente le
decía comisaría, y al destacado, comisario,
así fuera un cabo.
Ocupaba un
mal rancho de dos o tres piezas que hacían de despacho, sala de armas, dormitorio,
casa habitación, cocina, depósito caballerizas
y calabozos. Comandaba en Jefe, un Sargento Loza, que había sabido ganarse las
jinetas capturando a un peligroso bandolero chaqueño, en la zona de San
Hilario.
Fue premiado
con el ascenso.
Le iba bien.
Imponía respeto
desarrollando sus habilidades para la diplomacia cerril o a sablazos limpio, la
mas de las veces.
Era querido y
temido sin solución de continuidad. Quienes le hablaban bien e iban con gestos
de humildad, conseguían excepciones en las cuadreras, alargue de los horarios
de baile, permisos para las tabeadas a diez el tiro, un guiño para el monte o el
pase inglés, más aun si se reforzaba el ruego con algún lechón.
Los
bochincheros, los cargosos y especialmente los caú sapucai, conocían los rigores de su sable y de la penosa
cuarentena a pan y agua en los calabozos.
Don Carlos,
atraído por los bombazos, cayó al pueblo, bien montado y al tranquito, en la
tarde del dieciséis de Agosto.
Se alojó en
la fonda de los Peralta, a una cuadra de la plaza, donde sería el epicentro de
las celebraciones.
Describir una
fonda pueblerina de los cincuenta excede largamente las exigencias de brevedad
de este relato. Alcanzaría con decir que se trataba generalmente de una casa de
familia en la que en alguna pieza del fondo o en el galpón, se agregaban unos
camastros de tiento de dudosa higiene, donde el viajero podía pasar la noche.
Las
comodidades de la fonda estaban en directa relación con la diligencia del
fondero.
En algunas
solo se disponía de cama, mientras que en otras se agregaban adicionales, como
potrero para los caballos, un plato de comida, despacho de bebidas y por ahí
hasta servicios de acompañantes,
diríamos hoy.
La de Peralta
no sería diferente si no fuera por la cocinita: un estaqueo de palma a dos agua
de dos por tres, cerrada por el este, sur y oeste, y sin paredes por el norte, en cuyo centro reinaba un
tizón, que daba vida a un amigable fogón. En el centro del muro del poniente, un
simple hueco de unos cincuenta centímetros oficiaba de ventana.
La caña paraguaya
de Peralta, traída de contrabando, tenía fama de ser la menos estirada del pueblo.
Don Carlos, desensilló,
acomodó apero y caballo, se baño, se puso pilcha decente y utilizando los
servicios de algún chico de la casa requirió la presencia de un tal Julio
Cuenca, que por sus habilidades con las tijeras, ejercía los oficios de talabartero,
sastre y peluquero.
Era un
paraguayo exiliado de vaya uno a saber cual de las muchas revoluciones del país
hermano.
La tarde se
presentaba fría, y mientras aguardaba la llegada del barbiere pidió una cañita,
que al arribo del buscado se hicieron dos, y luego más, varias más.
Luego del tuse, se quedaron los dos, peluquero y peluqueado, tomando y hablando
como se habla cuando se habla de nada: Las lluvias, el estado de los caballos,
las pasturas, el engorde de las vacas, alguna hazaña exagerada, los chismes del
pueblo, y de los preparativos para día siguiente.
Así los
sorprendió la medianoche, acaso anunciada por algún gallo madrugador, arrimados
al fogón que los calentaba por fuera y a
la caña que los abrigaba por dentro.
Fue entonces
que a Don Carlos le afloró el enano chauvinista.
Levantando la
enésima copa propuso:
-
Brrrindo por el queneral San Martín, el
padre de la Patria!..
La respuesta
de su contertulio lo congeló en la silleta.
-
Ese co e´ un yapú, Don Carlos.
-
Cómo diche !. Cómo que mentira?
-
Si. Si San Martín era paraguayo.
-
Oh ma grran puta. Cómo te atreves?. Cómo San Martín
va ser paraguayo?
-
Si!. Era paraguayo!
-
Bruta bestia. Yo te vía dar San Martín
paraguayo a vos.
-
Pero claro pué. Fijate usté: San Martín
nació en Yapeyú. Verdá?.
-
Si.
-
Y güeno. Yapeyú queda en Corrientes. Verdá?
-
Si.
-
Y güeno. Corrientes era Paraguay. Oyapó 100 años. Los argentinos o mondá…
No aguantó
mas.
No pudo oír
mas.
De un salto
se levantó y con animo de beligerancia.
Julio también
se paró.
Quedaron midiéndose,
fogón de por medio, uno ocupando el centro del recinto, el otro cubriendo con
su corpacho toda posibilidad de escape por el norte.
El peluquero
vio que su situación era precaria y decidió forzar la parada.
Para
equilibrar el lance extrajo de entre sus ropas un verijero de no mas de cuatro dedos de hoja.
Don Carlos
vio el reflejo y también manoteo la verija, pero extrajo un cuarenta y cuatro
cuarenta de esos que tenían argollita en la culata y sin decirle agua va, le
quemó cartucho entre las piernas, desparramando las brazas del fogón.
Acorralado y
en desventaja material, el exiliado optó por una prudente y poco elegante retirada,
zambulléndose de cabeza por el ventanuco mientras otro plomazo le llenaba el alma
de pánico y el cuerpo de astillas de la pared en la que el belicoso patriota
había hecho diana y se perdió en la noche cruzando a campo traviesa los fondos
de los vecinos, seguro de que comprenderían su urgencia.
Los dos tiros
retumbaron hasta en los cimientos de los ranchos. Se inquietaron los gallineros,
se alborotaron los caballos, se despertaron todos los perros del pueblo… y el
Comisario, que dormía a una cuadra escasa.
No se habían
disipado los humos de la balacera, cuando un Sargento Loza a medio vestir, de
botas, gorra y sable en mano, se apersonó al lugar, demandando por el autor del
disparo.
Envalentonado
por la caña y el rápido abandono del teatro de operaciones de su oponente, Don
Carlos reclamó casi altaneramente ser el responsable no de uno sino de dos
tiros.
Y bien tirados.
Al sargento, la
frase le salió medio cruda.
-
Entrégueme el arma y dese preso!
Don Carlos achinó
los ojos. Había tomado pero no estaba inconsciente; estaba solo, era cierto,
pero el otro también estaba solo, e igual que él, sangraba, y él aun mantenía
la ventaja del cuarenta y cuatro desenfundado, de modo que casi displicentemente le respondió:
-
Oh ma, Loza… Ahora vo… Qué querrés?, el fiero o
el plomo?
El taquero
vió que manu militari no iba a sacar pichones e inmediatamente cambió la
estrategia y se refugió en el diálogo
-
Qué lo que pasó?
-
Cristo de la Madonna, el Julio ese… le hice un tirito porque que me vino a insultar a
la Patria y al…
-
Y le pegó?
-
Si hubiera querido pegarle, taría patariba acá. Corió. Se metió en el algarobal, el cobarrrde.
A Loza le
pareció que tenía éxito y que la cosa se tranquilizaba y volvió a insistir:
-
Bueno Marighetti. Me va a tener
que acompañar y por favor entrégueme su arma.
-
Serrachini de la Madonna, Loza. Vo so paraguayo o
argentino?
La pregunta lo
desarmó. Qué tendría que ver?.
-
Argentino!
Orgullosa y
altanera fue la respuesta
-
Bueno, junagrrran puta. Si so
argentino no me vas a poder llevar preso.
Yo le tire a ese parraguayo, por que vino a insultarme al
queneral San Martín. Dijo que era parraguayo y que los argentinos le
robamos...y..."
Una larga
explicación en intricado cocoliche, terminó por fastidiar los ánimos del gorra,
que sopesó delicadamente la situación.
No había
pasado nada demasiado grave, salvo un poco de ruido y algún alboroto que dadas
las horas no parecía pasar a mayores y decidió dejar las cosas como estaban, no
sin antes recomendarle que se fuera a dormir y que a la mañana hablarían.
Insistir podía agravar la cosa.
Y ahí se
complicó.
Don Carlos
empecinadamente exigía lavar la mácula en la memoria del Libertador.
-
Cooomo que que me vaya a dormí, Ostia de la Madonna… Y el parraguayo?
-
Mañana lo hago buscar también y
aclaramos el asunto.
-
Oooohh ma grran puta Loza vo también. No te animás
a agararlo y darle una garoteada, so cobarrde,
Valor no le
faltaba al sargento, pero prudencia tampoco, mas todos sus intentos fueron
vanos.
Porfiado, Don
Carlos logró despertar a otro policía, a Peralta y a un par de vecinos, quienes,
todos juntos se apersonaron en la casa del peluquero, que mansamente se
entregó, sin negar los cargos de lesa patria que le formulaba el desencajado
gringo.
Fue conducido
en solemne procesión al calabozo, a purgar la afrenta.
El
general sonrió cuando Cabral le vino con
el chisme. Sentado en su nube, se quedó algún
momento en silencio y luego le
pidió su ayudante de turno, el Cabo Antonio Ruiz, el popular Negro Falucho, que
le trajera el catalejo. Desde allí los vio.
El
Sargento Loza, Don Carlos y Julio Cuenca comían en la misma mesa, el asado
popular, el mediodía del diecisiete de agosto de mil novecientos cincuenta, en
Gran Guardia.
- Quedan
pocos americanos patriotas, les dijo a Zapiola y a Guido.
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