Fue amor a primera vista.
Nos miramos y fuimos cómplices.
Después, me salvó la vida.
Lo contaré sin ningún esfuerzo de la memoria. Vive allí, grabado a fuego. Acaso sólo pediré el auxilio de algún recuerdo recién terminado de inventar para redondear alguna parte del relato.
Yo era entonces tan cachorro como él y andaba probando alas y probándome, correteando por los montes en esas bravas siestas del enero granguardino, que es cuando sol y viento norte empujan el mercurio a cuarenta y pico a la sombra, y las iguanas, boquiabiertas, jadeantes, buscan el agua de las matas de caraguatás para refrescarse y no morir sobrecalentadas.
Ellas, como todos los reptiles, no transpiran.
Apareció con las primeras explosiones de la cohetería en días previo a las Navidades de mil novecientos tantos. Seguramente venía huyendo de infantes hostiles. El terror a la pirotecnia que sufren los perros no es nuevo ni es simple moda.
Llegó desde el lado del monte, sucio, medroso, con el rabo entre las patas y cargando todas las hambres.
Los cuscos de la casa lo vieron llegar, hincharon el lomo y dieron la alarma. La perrada grande acudió presurosa al llamado de emergencia y con ánimos de reyerta, pero el arribeño sabía que de prepotencia no es la forma: Sacó bandera blanca antes de empezar y se tiró en señal de completa sumisión. La perra madre le gruñó un saludo perruno y el macho alfa le dio unos zamarrones como para indicarle quien la tenía más larga, pero nada más.
Comenzó entonces el festival nefrítico de los cachorros y del cusquerío, cada quien indicando su posición en la manada y cuál era su sector en el amplio patio a fuerza de chorros de meada. Cumplidas las chuesqueadas de rigor sin hallar más que muestras de temeroso respeto del recién llegado, iniciaron el ritual de reconocimiento. En ese entonces en la casa – creo - que había ocho perros. Todos y cada uno prolija y meticulosamente se entretuvo un buen rato pidiéndole los documentos y mostrando los suyos.
Siempre me pregunté como funciona eso de olerse el culo para reconocerse, porque eso es lo que hacen los perros. Alguno, alguna vez, me explicó la costumbre con no se qué silogismos de glándulas secretoras en el tronco del rabo de los lobos que impregnan las heces y de ese modo amojonan su territorio.
No sé si será cierto, pero el relato tiene lógica, a mí me resultó simpático y suficiente y los perros siempre se me antojaron lobos que no quisieron crecer y se quedaron eternamente adolescentes.
Apenas lo vi, supe que sería mi perro. Había perdido a Oso, mi perro de cabecera, hacia ya algún tiempo y los demás ya tenían dueño.
Este iba a ser.
Blanco, de mediana estatura, de buena complexión ósea, fauces potentes, buenos colmillos, con dos espolones en las patas traseras, resabios atávicos de vaya uno a saber qué clase de evolución y que en el campo suele ser elogiado como señal de buena estirpe, parche negro en el ojo derecho y una oreja caída y la otra parada, enmarcando su sonrisa alegre y cara de travieso me terminaron de enamorar.
Le rasque el testuz, movió su cola y se puso panza arriba.
Sus ojitos ya no tenían miedo.
Le saque una o dos garrapatas, le revisé que no tuviera heridas y resolví quedármelo.
Un baño de lejía de creolina pal pulguerío y le di de comer.
En una casa de campo siempre hay con que dar de comer.
A cualquier hora.
A cualquier especie.
Matado el chiflón de las tripas y las emergencias de la sed probablemente con restos de algún guiso y una buena porción de bofe de la carneada del día, Mbocabicho se ganó un rincón desocupado del galpón y allí le acerque unas jergas viejas. Me quedé a su lado unos minutos para garantizar que no lo jodieran los otros perros y lo vi cerrar sus ojos y entregarse al sueño.
Después de vaya uno a saber que desventuras, estaba en paz, tenía un lugar, una pitanza y un amo.
Estaba completo, probablemente feliz.
Y yo también.
El nombre se lo puso mi hermana,
Al verlo llegar, dijo en guaraní: Oguajhë jhagua odispará Mbocabichopu. (Ya llegó otro perro huyendo de los cohetes)
No pude contener las carcajadas.
Esa palabra desde siempre me causo y me causa mucha risa.
A ustedes también les debe pasar.
Hay palabras que disparan la inmediata hilaridad y uno no sabe bien por qué.
Y así fue el bautizo.
Sin mucha ceremonia.
Mbocabicho.
Mbocabicho es – genéricamente- la palabra guaranítica que designa a toda pirotecnia.
Los cohetes de entonces no eran tan complejos ni tan variados: Fosforitos, cañitas voladoras, ametralladoras y rompeportones. Después llegaron los Star War, los Superpetardos, las Bengalas, los Doce por Uno, los Morteros Matabrujas, los Tumberos y las Silvadoras y con ellos el drama posmoderno de los perros perdidos, aturdidos por la más irracional e inútil forma de gastar dinero.
En esa época todavía no tenía el dramático contenido y consecuencia de estos días, pero alcanzaba ya para la mordacidad de mi abuelo: Año nuevo, perro nuevo, solía decir
El caso fue que al día siguiente de su arribo, ya se acercó a las casas y casi ningún perro le roncaba.
Lo vi jugando con los cachorros.
A los diez días era miembro pleno de la manada.
Se ganó su espacio una noche, a costa de una comadreja ladrona que vino a comer pollitos en el gallinero. Hizo valer tamaño y ferocidad y liquidó él solito a la incursora.
Entonces ya era mi compañero de adolescencia, par inseparable de aventuras, el blanco de mis iras y berrinches, camarada y compinche, alcahuete y mensajero, mi hermano peludo apto para todo terreno y horario. Para un muchacho, un perro es todo eso y a veces mucho más. Vivimos juntos muchas travesuras.
Solíamos salir a recorrer el campo como parte de las tareas propias del establecimiento o a encerrar las lecheras o íbamos de marisca a cobrar a veces algún tatú, a veces corríamos los moritos, sabía cómo comportarse cuando entrabamos en los espartillares para las perdices, traía los patillos a los que solíamos tirotear para ahuyentarlos cuando eran demasiados por el pisoteo en los labios de los esteros, jugábamos atacándonos y derribándonos en los lisos césped de las cejas de los montes, nadábamos en las represas, pero donde se lucía en todo su potencial, donde era inigualable era con las iguanas moras.
Las detectaba a cuadras, las encuevaba con singular habilidad y cavaba con presteza hasta encontrarlas. Entonces las sacaba pero no las mordía, sino las apretaba con sus patas delanteras y ladraba para que me acercara. Si daba las medidas, si alcanzaba el tamaño para dar los treinta centímetros de cuero a la altura del vientre, era una presa, sino, si era muy pequeña, a una indicación mía, la dejaba ir.
En esos años se las podía cazar. Las regulaciones no eran tantas y había muchas.
En las vacaciones me aprovisionaba de algunos cueros que luego vendía a los acopiadores y con ello pagaba mis gastos de estudio adicionales, aquellos que excedieran del presupuesto normal asignado de los viejos.
Mis primeras lapiceras Rotring de dibujo las pagaron las iguanas de aquel verano de 1973.
Después, con los años, llegué a detener cazadores furtivos. Debe ser cierto aquello de que para ser conservacionista coherente, serio y comprometido y no un mero fanático intransigente, primero debe pasarse por la depredación y si bien nunca lo fui, jamás fui un predador indiscriminado, sí conozco a fondo los pormenores de la caza deportiva y comercial.
Una siesta, no recuerdo el año, ni después de que lluvia, salimos a montear con Mbocabicho.
Solo los dos.
Rumbeamos pal norte.
Íbamos poco por ese rumbo.
Entramos por una antigua picada de carros de la época de los obrajes, internándonos a monte alto.
Al poco andar se detuvo de golpe. Tiesa la cola, una mano levantada, los ojos atentos, olisqueando contraviento, tratando de identificar el olor en el diáfano ambiente del monte después de la lluvia.
Un ruido a mi izquierda llamó mi atención. El perro siguió atento a aquello que llamaba la suya, más allá de la primera curva de la picada.
El siguió su instinto.
Yo decidí investigar el ruido.
Se me antojó que Mbocabicho no tuvo ningún interés en meter allí los hocicos por lo sucio del lugar. Perro fiaca, haragán y burgués. No quiere meterse entre las chuzas, me dije.
Pensé mal, creyendo que de esa manera me equivocaría menos.
El se perdió en la serpentosa picada.
Lo escuche ladrar.
Farsante y mentiroso, mal perro, mascullé, mientras, contrariado, comenzaba a hacer - a machete- el pique necesario para llegar al tronco del guayacán aquel, desde donde -dictaminé- venían los sonidos, tres o cuatro metros en lo profundo de ese islote custodiado por un ejército de caraguatas erizado de púas.
Un par de minutos después estaba absorto, absolutamente dominado por el enigmático influjo de la cueva aquella. Apenas la vi, mi vista se clavó en la oscura garganta del raigón que cubría la entrada. La boca, la tierra, limpia, prolija, lustrosa, evidenciaba que allí entraba y salía algo, que eso era su guarida.
Me fui acercando, lenta, paulatinamente, sin voluntad, sordo a todo llamado, insensible, ciego para otra cosa, atraído irremediablemente por “aquello” que logró hipnotizarme.
Estaba ya de cuclillas, en el momento exacto de introducir allí mi mano, cuando un violento empellón, un vendaval de gruñidos, ladridos y pelos me arrojó de espaldas. La violencia de la intervención, los chuzazos en la espalda me trajo de vuelta.
Solo atine a levantarme y correr.
Mbocabicho corría conmigo.
Cuando llegué a la casa busqué a mi padre y le conté.
No me dijo nada.
Lo vi ponerse su polaina, tomar un hacha, una botella de kerosene, comprobó la bencina del carusita y se fue por el mismo rumbo.
No dejó que lo acompañe.
Volvió a las dos horas.
Del bolsillo de su camisa azul de Grafa sacó y me entregó dos campanillas de nueve y once anillos de sendas serpientes de cascabel, las que halló en el hueco aquel al quemarlo.
ENTRE EL INFINITO Y LA ETERNIDAD. Por FEDERICO PRINCICH. Cuentos, relatos, anécdotas, personajes, biografías, crónicas de viajes, libros, opiniones, curiosidades, imágenes, música de todos los tiempos y lugares.
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Aquí hay un poco de todo. No será un lugar demasiado original ni distinto, pero acaso si lo suficientemente entretenido como para que tengan ganas de volver.
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