Se apeó del tren que lo llevó a Gran Guardia
con una valija en una mano y un gallo de riña envuelto en
un poncho en la otra. Un saco raído, dos tallas mas chico que lo necesario, le
aportaba escasa cobertura frente a la fina llovizna y viento del sur. Un
pañuelo de cuello azul furioso, denunciaba su origen y procedencia: Un liberal
disparado de la revolución paraguaya. El cubrecabeza que traía puesto ese día,
le valió el apodo por el resto de su existencia: Sombrero Blanco
A los dos días ya se
sabía su ocupación y habilidades: Tahúr. En una borrachería de la periferia, en
un truco sin mayores alternativas para la memoria, había desplumado a dos
obrajeros empecinados. A la semana, una partida de siete y medio en un fonda lo
arrimó a las casas del centro; una tenida de pase inglés le abrió las puertas
de las timbas clandestinas mas escabrosas y en una tabeada obtuvo su exequátur
para acceder a las codiciadas carpetas de los estancieros. En las cuadreras
domingueras demostró tener buen ojo para los pingos, y nadie se extrañó
demasiado cuando, al poco tiempo nomás, montaba un bello moro malacara que supo
ser mentado en los doscientos libres.
Desde entonces, no
hubo juego de azar de laya alguna que no lo contara entre sus participantes. No
buscaba, mas bien era buscado. Lo solían venir a invitar desde las estancias,
rumbo por el que se perdía por una o dos
semanas. Solo después llegaban las mentas de un escolazo fenomenal en lo
de tal o lo de cual, donde fulano perdió tanto o mengano hubo de entregar
treinta novillos o zutano se hizo de tal parejero. A veces lo contrataban como
tallador imparcial, en cuyo caso él recibía un por ciento o una suma fija por
sus servicios. Otras veces directamente se entendía con algún estanciero
platudo que hacía de banca y que invariablemente concluían en desplumadas de
envergadura.
A Sombrero Blanco
lo mismo le daba los dados, la taba, los gallos, los caballos como un truco por
los gastos, un nueve ensillado, una escoba de quince o un pase de a cien el
tiro, pero que donde se lucía, donde florecía toda su intuición, habilidad y
maña, era en la talla de monte. Allí
demostraba que era un jugador de ventaja y no un simple barajador echándole el
resto a una sota en timbas de medio pelo o reuniones tabernarias.
Reconocía el estilo
de juego de sus adversarios con solo semblantearlos. Se acordaba con asombrosa
precisión los juegos de quince, veinte manos; tapaba o destapaba cartas
inverosímiles y ganaba paradas imposibles. Acompañaba su actuación con una
cháchara seductora o desafiante según el grado de celo o de confianza que
demostraban sus adversarios. Acorde con las circunstancias desarrollaba se
estrategia de juego. Solía dejar correr algunas manos a como vinieran para
testear rostros, gestos, muecas, señas, tics nerviosos, posturas corporales,
frases, y algunas otras mas para escanear mentalmente las barajas, viéndoles
marcas de dimensiones microscópicas, palpándoles su rugosidad, sintiéndolas,
intuyéndolas al tacto, visteando su colocación dentro del mazo. Recién entonces
se lanzaba. Otras veces en cambio, arrancaba como fuerte ganador para hacer su
propia basa y luego aflojaba para hacer jugar a toda la mesa con el dinero
ajeno y hacia el final de la partida apuraba para completar su faltriquera. Era muy difícil ganarle. Más allá de su
prodigiosa habilidad para el juego, era un crápula inmisericorde que no
trepidaba en componer mañosamente las paradas mas cargadas.
Por eso no tardó en
echarse a andar el rumor: Sombrero Blanco tenía payé. Al principio se dijo que
valía solo para el juego, pero los enredos del tramposo con algunas enaguas
extendió los alcances del gualicho a las cuestiones del amor. Los estómagos
resfriados y chismosos de siempre le fueron agregando detalles y es razonable
pensar que de allí a afirmar que no le entraban las balas había un solo paso.
Se hizo de un mal
rancho en los arrabales y nada cuesta imaginar como. Al principio fue solamente
una especie de dormidero, pero mas tarde le estiró un alero, le agregó una mesa
de costaneros, unos troncos mal emparejados que servían de asiento y allí
reinaba en una suerte de garito mas o menos clandestino donde hasta se llegó a
jugar a las bochas con pomelos verdes.
Por una cuestión de
polleras, entró en picas con un joven de primeras copas, un hijo de ricos que
no le toleraba al mañoso su untuoso galanteo con cierta joven de esforzados
breteles, la que tampoco trabajaba demasiado para disipar los vapores de los
requiebros del expatriado y se hacia halagar sin disimulos. El mozo vio
despreciadas sus pretensiones y tomó rencor.
Un sábado estaba
Sombrero Blanco en su guarida, con dos o tres, sepultando horas muertas en una
partida de escoba de quince, cuando a eso de las cuatro de la tarde cayó el
mozo aquel, montado en un soberbio gateado ensillado con un apero chapeado en
plata que lucía como para desfile. El jinete tampoco desentonaba: Sombrero de
ala ancha de paño negro, pañuelo de cuello de seda, camisa blanca y bombacha
tableada, ajustada con una faja de color celeste que servía en yunta con un
cinto de rastra tachonado de patacones de plata y unas charoladas botas
granaderas. El cabo de asta de siervo de un puñal con vaina de plata cruzado
sobre los riñones, hacia las veces de colgadero para la manija de un rebenque
enchapado, con látigo de suela y prolijas bombas de potro.
Venía medio
entonado por que después de los saludos, de entre los pellones extrajo una
botella de ginebra ya a medio camino hacia su destino final, e invitó el trago.
Luego pidió permiso y desafió a una partida de monte, mano a mano. Por
plata no hay cuidado... dijo.
Ese era el tipo de
discursos que Sombrero Blanco no solía tolerar y aceptó el desafío a condición
de que, cualquiera fuese el resultado, la partida terminaría al entrar el sol,
pues a la noche había baile en el pueblo y tenía una pollita para la cena.
Los mirones se
quedaron lechuceando la partida. Sombrero Blanco desarrolló su estrategia
habitual. Ganó dos o tres manos para no
jugar con su dinero y luego se puso a cederle terreno. Cuando el sol se moría,
cortaron. La visita había dejado en la carpeta todo su capital, rebenque,
sombrero, calcha, y un último ofrecimiento de su caballo a una sola carta
contra todo lo perdido, fue rechazado con la excusa de que no podía dejarlo
volver a pie.
Cuando se hizo la
noche, los espectadores se retiraron, no sin antes recibir algunas rupias por
sus silencios. El tahúr completó su
aseo, se vistió, ensilló y partió hacia las luces que se adivinaban por
su resplandor a un kilómetro escaso.
En una corta
picada, las orejas del moro anunciaron algo fuera de lo normal, y al salir de
una curva, una sombra parada en medio de la senda lo apuntaba con un
Winchester. Luego del fogonazo, una fuerza invisible lo tiro del moro, que se
alejó asustado.
Entonces aquel
espectro vestido con botas granaderas, se acercó lentamente y lo degolló.
- Acá tenés tu cena, dijo.
En el pueblo las opiniones se dividieron. Los
espíritus crédulos clamaron que no llevaba puesto su curundú, los mas
moderados, sostenían que el paye falló; los racionales, juraban que no había
tal amuleto, que era un simple fullero que encontró la horma de su zapatoEl cuento Sombrero Blanco esta inspirado en un personaje que vivió en Gran Guardia.
Se llamaba Daniel Jara, era tahur y falleció en la localidad de Pirané en los años noventa. Dicen que alcoholizado, se ahogó en una zanja. Los que lo conocieron, aseguran que era imposible ganarle.
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