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Aquí hay un poco de todo. No será un lugar demasiado original ni distinto, pero acaso si lo suficientemente entretenido como para que tengan ganas de volver.

24 de octubre de 2013

Sombrero Blanco. Un cuento premiado. Por Federico Princich.



Se apeó del tren que lo llevó a Gran Guardia con una valija en una mano y un gallo de riña envuelto en un poncho en la otra. Un saco raído, dos tallas mas chico que lo necesario, le aportaba escasa cobertura frente a la fina llovizna y viento del sur. Un pañuelo de cuello azul furioso, denunciaba su origen y procedencia: Un liberal disparado de la revolución paraguaya. El cubrecabeza que traía puesto ese día, le valió el apodo por el resto de su existencia: Sombrero Blanco
A los dos días ya se sabía su ocupación y habilidades: Tahúr. En una borrachería de la periferia, en un truco sin mayores alternativas para la memoria, había desplumado a dos obrajeros empecinados. A la semana, una partida de siete y medio en un fonda lo arrimó a las casas del centro; una tenida de pase inglés le abrió las puertas de las timbas clandestinas mas escabrosas y en una tabeada obtuvo su exequátur para acceder a las codiciadas carpetas de los estancieros. En las cuadreras domingueras demostró tener buen ojo para los pingos, y nadie se extrañó demasiado cuando, al poco tiempo nomás, montaba un bello moro malacara que supo ser mentado en los doscientos libres.
Desde entonces, no hubo juego de azar de laya alguna que no lo contara entre sus participantes. No buscaba, mas bien era buscado. Lo solían venir a invitar desde las estancias, rumbo por el que se perdía por una o dos  semanas. Solo después llegaban las mentas de un escolazo fenomenal en lo de tal o lo de cual, donde fulano perdió tanto o mengano hubo de entregar treinta novillos o zutano se hizo de tal parejero. A veces lo contrataban como tallador imparcial, en cuyo caso él recibía un por ciento o una suma fija por sus servicios. Otras veces directamente se entendía con algún estanciero platudo que hacía de banca y que invariablemente concluían en desplumadas de envergadura.
A Sombrero Blanco lo mismo le daba los dados, la taba, los gallos, los caballos como un truco por los gastos, un nueve ensillado, una escoba de quince o un pase de a cien el tiro, pero que donde se lucía, donde florecía toda su intuición, habilidad y maña,  era en la talla de monte. Allí demostraba que era un jugador de ventaja y no un simple barajador echándole el resto a una sota en timbas de medio pelo o reuniones tabernarias.
Reconocía el estilo de juego de sus adversarios con solo semblantearlos. Se acordaba con asombrosa precisión los juegos de quince, veinte manos; tapaba o destapaba cartas inverosímiles y ganaba paradas imposibles. Acompañaba su actuación con una cháchara seductora o desafiante según el grado de celo o de confianza que demostraban sus adversarios. Acorde con las circunstancias desarrollaba se estrategia de juego. Solía dejar correr algunas manos a como vinieran para testear rostros, gestos, muecas, señas, tics nerviosos, posturas corporales, frases, y algunas otras mas para escanear mentalmente las barajas, viéndoles marcas de dimensiones microscópicas, palpándoles su rugosidad, sintiéndolas, intuyéndolas al tacto, visteando su colocación dentro del mazo. Recién entonces se lanzaba. Otras veces en cambio, arrancaba como fuerte ganador para hacer su propia basa y luego aflojaba para hacer jugar a toda la mesa con el dinero ajeno y hacia el final de la partida apuraba para completar su faltriquera.  Era muy difícil ganarle. Más allá de su prodigiosa habilidad para el juego, era un crápula inmisericorde que no trepidaba en componer mañosamente las paradas mas cargadas.
Por eso no tardó en echarse a andar el rumor: Sombrero Blanco tenía payé. Al principio se dijo que valía solo para el juego, pero los enredos del tramposo con algunas enaguas extendió los alcances del gualicho a las cuestiones del amor. Los estómagos resfriados y chismosos de siempre le fueron agregando detalles y es razonable pensar que de allí a afirmar que no le entraban las balas había un solo paso.
Se hizo de un mal rancho en los arrabales y nada cuesta imaginar como. Al principio fue solamente una especie de dormidero, pero mas tarde le estiró un alero, le agregó una mesa de costaneros, unos troncos mal emparejados que servían de asiento y allí reinaba en una suerte de garito mas o menos clandestino donde hasta se llegó a jugar a las bochas con pomelos verdes.
Por una cuestión de polleras, entró en picas con un joven de primeras copas, un hijo de ricos que no le toleraba al mañoso su untuoso galanteo con cierta joven de esforzados breteles, la que tampoco trabajaba demasiado para disipar los vapores de los requiebros del expatriado y se hacia halagar sin disimulos. El mozo vio despreciadas sus pretensiones y tomó rencor.
Un sábado estaba Sombrero Blanco en su guarida, con dos o tres, sepultando horas muertas en una partida de escoba de quince, cuando a eso de las cuatro de la tarde cayó el mozo aquel, montado en un soberbio gateado ensillado con un apero chapeado en plata que lucía como para desfile. El jinete tampoco desentonaba: Sombrero de ala ancha de paño negro, pañuelo de cuello de seda, camisa blanca y bombacha tableada, ajustada con una faja de color celeste que servía en yunta con un cinto de rastra tachonado de patacones de plata y unas charoladas botas granaderas. El cabo de asta de siervo de un puñal con vaina de plata cruzado sobre los riñones, hacia las veces de colgadero para la manija de un rebenque enchapado, con látigo de suela y prolijas bombas de potro.
Venía medio entonado por que después de los saludos, de entre los pellones extrajo una botella de ginebra ya a medio camino hacia su destino final, e invitó el trago. Luego pidió permiso y desafió a una partida de monte, mano a mano.  Por plata no hay cuidado... dijo.
Ese era el tipo de discursos que Sombrero Blanco no solía tolerar y aceptó el desafío a condición de que, cualquiera fuese el resultado, la partida terminaría al entrar el sol, pues a la noche había baile en el pueblo y tenía una pollita para la cena.
Los mirones se quedaron lechuceando la partida. Sombrero Blanco desarrolló su estrategia habitual. Ganó  dos o tres manos para no jugar con su dinero y luego se puso a cederle terreno. Cuando el sol se moría, cortaron. La visita había dejado en la carpeta todo su capital, rebenque, sombrero, calcha, y un último ofrecimiento de su caballo a una sola carta contra todo lo perdido, fue rechazado con la excusa de que no podía dejarlo volver a pie.
Cuando se hizo la noche, los espectadores se retiraron, no sin antes recibir algunas rupias por sus silencios. El tahúr completó su  aseo, se vistió, ensilló y partió hacia las luces que se adivinaban por su resplandor a un kilómetro escaso.
En una corta picada, las orejas del moro anunciaron algo fuera de lo normal, y al salir de una curva, una sombra parada en medio de la senda lo apuntaba con un Winchester. Luego del fogonazo, una fuerza invisible lo tiro del moro, que se alejó asustado.
Entonces aquel espectro vestido con botas granaderas, se acercó lentamente y lo degolló.
- Acá tenés tu cena, dijo.
En el pueblo las opiniones se dividieron. Los espíritus crédulos clamaron que no llevaba puesto su curundú, los mas moderados, sostenían que el paye falló; los racionales, juraban que no había tal amuleto, que era un simple fullero que encontró la horma de su zapato

 


El cuento Sombrero Blanco esta inspirado en un personaje que vivió en Gran Guardia.
Se llamaba Da
niel Jara, era tahur y falleció en la localidad de Pirané en los años noventa. Dicen que alcoholizado, se ahogó en una zanja. Los que lo conocieron, aseguran que era imposible ganarle. 

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