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29 de octubre de 2013

Carta a Alejandro. Cuento de Federico Princich


Formosa. Octubre de 2013.

Sr Alejandro Dolina
Le escribo desde el hospital donde estoy internado hace cinco días, para manifestarle los dudosos resultados de las instrucciones para buscar aventuras, que usted publicó en alguno de sus libros y que no puedo precisar, imposibilitado de moverme a raíz de los severos cuidados intensivos a los que estoy sometido.
Todo comenzó cuando llegaron a mis manos las susodichas fatídicas instrucciones.
Coincidí con sus apreciaciones casi desde la primera palabra.
Es verdad: cada día se hace más difícil en estos tiempos posmodernos vivir alguna aventura.
Le confieso, mi estimado amigo, permítame llamarlo así, que lo que yo creía eran aventuras formidables, con el paso de los años, desconozco si por los caprichosos mecanismos de la memoria o simplemente por la modestia de sus alternativas, apenas ocupan escasos minutos en los relatos, en esas aburridas tertulias de amigos, ya más propensos a hablar de la artritis que de las hazañas juveniles, y casi siempre después de forzar a los recuerdos con algún cordial de incierta procedencia o de algún destilado de enebro, que es el suplente del Tequila Tres Generaciones que solíamos tomar en tiempos más amables.
En fin, me pareció que usted tenía razón en eso de que las aventuras vividas en estos tiempos eran miserables y a decir verdad entre mis aventuras, si bien, no las más potentes, podía contar las de su enumeración: me había quedado encerrado una hora en un ascensor, había ganado un jarrón en una kermese y una vez me dieron un boleto capicúa.
Así fue que decidí probar su vademécum y me dispuse a buscar aventuras.
Comencé con la aventura de la mujer rubia.
Siguiendo su grimorio, había que encontrar una mujer rubia, bella y desconocida, y aunque las instrucciones no lo decían, también inteligente, lo que francamente la tornaba un despropósito, pero no me iba a andar con chicas habiendo grandes.
Mi primer descubrimiento fue que en la ciudad en la que vivo, encontrar una rubia desconocida era una desmesura. Había que descontar obviamente a las amigas, los travestidos, las peliteñidas, y las feas y fuera de eso, créame, no quedaba gran cosa.
Finalmente, con la complicidad de una peluquera atorranta, por unas pocas rupias obtuve un universo de tres candidatas: Una veterana muy pituca que la descarté cuando descubrí que tenía otros seguidores y que se hacía seguir sin disimulos, una señorita de ondulante cintura y, - usted diría - esforzados breteles a la que el motejo de Vampirella le quedaba pintiparado, y otra veterana que también fue descartada a causa del demasiado trato con los cosméticos.
Restaba saber si la elegida era inteligente, pero en mi afán por comenzar la aventura, apenas la sometí a un test de desenvolvimiento en un local comercial, y cuando la vi manejando un auto ya la supuse habilitada.
No fue difícil averiguar donde vivía y entonces comenzó este delicado asunto.
El primer día ni siquiera se percató de que la seguía. Fui tras ella de su casa al banco donde trabajaba, la seguí cuando fue al supermercado, esperé una hora en la vereda de un gimnasio y estuve bajo de un árbol frente a su casa hasta las once de la noche.
A los tres días ya era amigo de todos los perros del vecindario donde ella vivía. Recién al quinto día paró un patrullero y dos policías me pidieron los documentos. Resuelta las objeciones de los de gorra, seguí con mi tarea, pero una horas mas tarde me detuvieron. El cargo era bastante pesado: me acusaban de realizar tareas de inteligencia previa para perpetrar algún ilícito, pero para mi completo estupor, no fue la rubia la que me denunció sino un prospero mercader que vivía a media cuadra que andaba paranoico con eso de los secuestros.
Un abogado compinche logró mi excarcelación, con severa advertencia del juez respecto de algo así como merodeo, y la completa incredulidad de mis argumentos por parte del comisario, que para mi desgracia no lo leía a usted, es mas creo que ni siquiera sospechaba de su existencia, lo cual amerita -creo yo- que las escuelas argentinas dicten algún curso para que se sepa quiénes son nuestros mejores autores.
Superado el incidente –y el inciso-, adoptando algunos mínimos recaudos, continué mi silenciosa vigilancia.
Ostensible, paciente, perpetua.
Hasta su casa.
Hasta su trabajo.
Hasta donde fuere necesario, sin interrumpirse jamás.
Al pie de la letra.
Como manda el Manual.
Cada vez que ella entraba en un edificio, permanecía afuera esperando su salida.
No había disimulos.
La idea era que advirtiera cabalmente que la está siguiendo.
Pero no pasaba nada.
No se ponía nerviosa, no llamaba al vigilante, no cuchicheaba con sus amigas, nada.
Me ignoraba olímpicamente.
Así descubrí que era hábil con las computadoras, que leía a Bioy Casares, Borges, Maupasant, Chejov, Horacio Quiroga y Fontanarrosa y que escribía cuentos.
Que era hincha de Independiente, que le gustaba el folklore, que tocaba la guitarra y que amaba los perros.
Que vivía sola y que no tenía novio.
Pero seguía desconociendo mi obstinada presencia.
Pasaron meses, el asunto se me devino obsesión, abandoné mi trabajo, deje de frecuentar los lugares habituales, mis amigos me dejaron arguyendo excusas diversas. Lo único que había conseguido era convertirme en una sombra familiar y silenciosa en el barrio donde ella vivía y me gané una merecida fama de chiflado.
La rubia ni, la hora.
Poco a poco los vecinos fueron entrando en confianza. Me saludaban, me ofrecían agua o alimentos, otros me dejaban estar en los garages los días de lluvia, las viejas chismosas me preguntaban cosas y hasta cumplí, por encargo de alguno, pequeñas comisiones cercanas, hasta el almacén de la esquina o el kiosco de mitad de la otra cuadra.
Viendo que la aventura estaba resultando un estruendoso fracaso, que salvo incidentes menores como el de la falsa acusación, algún entredicho con el dueño de un perro que creyó que se lo estaba robando, no había pasado mayormente nada, entonces abandone la empresa.
Pasado unos días recibí en mi casa un sobre con una esquela de la rubia donde me explicaba que ella también leía a Dolina y que su aventura consistía en no dejarse seducir por los que, como yo, sólo buscaban aventuras.
Ese mismo día comencé la aventura del timbre que suena en la noche, pero créame, no me fue mucho mejor.
Al principio era cauteloso, casi parvulario.
Tocaba el timbre y huía hasta la esquina próxima, rememorando juveniles travesuras.
Pero era nada más que eso, travesuras.
Yo quería aventuras.
Averigüé entonces cual era el vecino mas cascarrabias de la zona, que resulto ser un tano con fama de bandolero y poca paciencia que vivía a media cuadra de la plaza.
Pacientemente esperé un día de lluvia y a las cuatro de la mañana, ataviado con un ridículo sombrero de agua, hice sonar el timbre en la casa del monstruo. Al tercer timbrazo alcance a divisar por las rendijas del umbral que se encendían luces en el interior y algunos ruidos que denotaban pasos acercándose.
Una voz pastosa, apta para espacios mas amplios, pregunto quien era y después de mi torpe respuesta acerca de búsqueda de aventura, oí girar la llave en la cerradura.
No se con certeza cual había previsto que seria el aspecto del ogro.
Supongo que había hecho los cálculos habituales, pero frente mío estaba parado un hombre de proporciones descollantes, con ese estado flemático típicamente italiano de efervescencia y fervor, ese humeante cenagal del alma latina con su costumbre de derramarse a raudales frente a una situación que raya los distritos de la estupidez.
No me dio tiempo a nada, juro que lo había previsto todo, pero no me dio tiempo a nada.
Había especulado con la cara de asombro e incredulidad que podría el tipo, luego la de ira mal contenida y por fin el estallido, momento en el cual ya habría tomado la distancia suficiente para fintear cualquier acción que amenazara desmadrarse.
Pero no.
El cachetazo sonó tremendo, brutal, restalló en mi cerebro en mil estrellitas de colores y esa frase que me dejo petrificado... Yo sabía que no iba pasar demasiado tiempo para que un tarado que hubiera leído a Dolina, viniera una noche de lluvia a tocarme el timbre en busca de aventuras...
Y cerró dando un portazo.
Pese al rigorismo dogmatista con el que había emprendido el cumplimiento de las instrucciones suyas, mi realidad me obligó a buscar sustitutos más domésticos e incluso llegue a desechar varias por manifiesta inaplicabilidad.
Para un barco sueco, no había nada parecido. Para el viaje subterráneo por el Arroyo Maldonado podía tal vez suplantarse por una excursión por el túnel de desagüe de la Avenida Gonzalez Lelong, que en nada puede compararse a la Juan B Justo, excepto en las porquerías que acarrea un túnel de desagüe, que aprecio, deben ser iguales en cualquier parte del mundo.
En fin, no era una aventura que prometiera éxito, además otros – entre ellos mi primo Fito- ya la habían hecho y ya no era una idea atrayente.
La de revisar petardos no explotados parecía mas una imprudencia que una aventura, y en Formosa los mendigos son todos pobres, se lo aseguro.
No me quedaba otra.
Salí a buscarla.
Al cual reza el manual, apenas recordaba su nombre y su cara había tomado ya las borrosas formas de los sueños y el recuerdo. Hacía treinta y cinco años que no la veía, que no sabía nada de ella.
Tuve un éxito parcial, que acaso se lo contaré en otra carta.
Bastara con decirle que la buscaba, pero ella también, y que me llamó por TE, lo cual le quita todo merito como aventura, por eso, ese mismo día comencé a cavar un túnel en el fondo de mi casa.
Ya no me quedaban amigos, así que la emprendí solo, a sabiendas de que la tarea iba a ser no solo dura sino también aburrida, pero la acometí con el mayor vigor y limpio de preocupaciones y me puse a cavar y cavar, a una profundidad que yo estimé de unos tres metros, y cambiando varias veces de dirección para no tener ni siquiera idea del rumbo que estaba tomando.
Conforme avanzaba la excavación fui descubriendo, como era previsible, objetos extraños, huesos, cascotes, tapitas de cerveza, zapatillas fósiles y antiguos pozos ciegos. Cave por meses, sin desfallecer. A veces descansaba una horas, dormía, o meditaba acerca de algún detalle técnico que debía resolver respecto de la excavación; otras urgido por el hambre iba a hacer algunas compras a un almacén cercano, entonces las pocas personas que todavía me reconocían me preguntaban acerca de mi salud y esas cosas.
Se ve que habían echado a rodar algún infundio, pero a mi nada me importaba, solo el momento final, el de la suprema emoción que significaría adoptar el rumbo vertical y descubrir el lugar donde yo, viajero subterráneo saldría nuevamente a la superficie.
¿Sería en el hall de una casa habitada por señoritas solteras, como usted sugiere?
¿En una panadería?
¿En un boliche de onda?
Vaya uno a saber.
Para eso era la aventura.
Finalmente llegó el día, no sé porque, ni como, pero ese era el día, así fue que comencé a cavar para arriba. La expectativa iba en aumento, me temblaba el pulso, algo parecido a una taquicardia producto seguramente del exceso de adrenalina que me invadía y casi no me dejaba respirar.
Finalmente la palada final.
Un destello luminoso me encegueció, y emergí de las profundidades.
Escuche algo parecido a una manada de elefantes en estampida y ya no pude ver ni oír más.
Me desperté a las dos semanas en este hospital público.
La enfermera, antes de preguntarme qué demonios hacia saliendo del subsuelo en Acceso Norte y Circunvalación, me contó que el camión que me atropello ni siquiera se detuvo.
Espero Usted se encuentre bien, que sigan sus éxitos, sigo admirando sus escritos, pero quería que sepa la completa ineficiencia de sus postulados, a la hora de buscar aventuras. 

Atentamente


Para los que no recuerdan o no conocen las instrucciones, les dejo el link
LEER INSTRUCCIONES PARA BUSCAR AVENTURAS De Alejandro Dolina

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