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Aquí hay un poco de todo. No será un lugar demasiado original ni distinto, pero acaso si lo suficientemente entretenido como para que tengan ganas de volver.

31 de octubre de 2016

EL DUEÑO DE LA PELOTA

"Cuando era chico el Gordo Martínez no era tan gordo pero los pibes del barrio ya le decían el Gordo.
Vivía con su familia en una modesta casa de dos plantas igual a todas aquellas que fueron edificadas por los ingleses a principios del siglo pasado mientras construían el ferrocarril. Sin embargo era considerada una extraordinaria mansión por los demás niños que la comparaban con las sencillas casas de una planta en las cuales vivían. Tal vez aquellas tejas rojas sobre las ventanas de madera verde y el jardín cuidado adelante era lo que le daba un aspecto de casa europea de cuento que tantas veces habían visto dibujada en los libros infantiles y por eso descontaban que el Gordo Martínez era millonario cuando en realidad no lo era. Su familia estaba compuesta por él, su hermana menor, su padre que en aquella época trabajaba en una mueblería, su madre que daba clases de inglés y su abuela viuda que los acompañó durante muchísimos años y fue la encargada de cuidar el jardín hasta que murió y entonces lo revistieron con cemento porque era más práctico que cortar los yuyos, podar la enredadera y regar las plantitas.La canchita de tierra quedaba a pocos metros de ahí y todas las tardes, al salir del colegio, el Gordo Martínez llevaba su propia pelota para jugar porque era millonario. Si se pinchaba conseguía otra. Jugaba mal, muy mal, pero no solamente era el dueño del balón sino que además era un gran pibe, por eso todos lo querían y nadie tenía corazón para dejarlo afuera de los equipos aunque disimuladamente se peleaban para no tenerlo de compañero. Aquellos “pan y queso“ tenían demasiada mayonesa rancia. El empeño del Gordo era innegable, le gustaba el fútbol en serio y por más que lloviera o hiciera frío se aparecía en la canchita con la redonda bajo el brazo y la largaba al pisar esa tierra como quien entrega un hermoso perro manso para que todos disfruten de su compañía. Jugaron un millón de partidos ahí hasta que construyeron un condominio y los veranos empezaron a pasar simples y los inviernos dobles. De pronto aquellos chicos crecieron más rápido que en las fotos y entre mudanzas y otras cuestiones naturales de la vida dejaron de frecuentarse casi sin despedidas. La mayoría se fue casando y entonces aquellas fiestas ampulosas se convertían en uno de los pocos puntos de contacto que tenían para verse. Llegaron a sospechar que se casaban y hacían fiestas solamente como una excusa para juntarse. Y puede ser que tuvieran razón porque muchos de esos matrimonios duraron menos que la luna de miel. El único que no se casó fue el Gordo que se quedó solo en aquella casa de cuento con final triste.Nadie más supo nada de nadie hasta que hace algunos años el Gordo los contactó a todos con mucho esfuerzo a través de las redes sociales y les propuso elegir un día a la semana para jugar al fútbol. Entre hijos, trabajos y otras excusas la mayoría expresó dificultades para concurrir, sin embargo él armó un Excel con la disponibilidad de cada uno y finalmente halló un día, un horario y una cancha de Fútbol 5 estratégicamente ubicada para que todos pudieran dar el presente. Y lo logró.Los pibes del barrio estaban bastante cambiados, las cabelleras tupidas casi escaseaban y algunos eran casi irreconocibles. El Gordo sí, ahora estaba gordo de verdad. Por supuesto que como en todos los temas de la vida los roles se mantenían idénticos a cuando tenían ocho años, por eso la historia volvía a repetirse y por más que el querido dueño de la pelota había logrado convencerlos a todos para jugar una vez por semana los demás seguían sin querer tenerlo de compañero de equipo. El “pan y queso“ se reemplazó por un arduo debate en los chats de Internet para llegar a la cancha con los equipos ya conformados cada semana. La mayonesa rancia ahora se olfateaba desde la pantalla. El Gordo siempre lo supo pero nunca dijo nada.La cosa se hizo rutina de todos los miércoles a las 20 hs. Al Gordo lo ponían de arquero y no atajaba una. Lo ponían de defensor y lo pasaban como parado. Lo ponían de volante y se cansaba enseguida. Lo ponían adelante y no le hacía un gol a nadie, sin embargo después de cada partido se iban a comer y a tomar algo felices entre risas y anécdotas de otro siglo. Jugaron casi dos años hasta que durante uno de esos partidos en los que el Gordo estaba jugando de defensor bastante bien, proyectándose en varias ocasiones y rematando al arco con precisión, ocurrió lo que nadie podía imaginar. Al finalizar una de esas tantas corridas se quedó muy agitado apoyado contra uno de los palos y llevándose las manos al pecho. Los miró a todos negando con la cabeza como si se despidiera y un segundo después cayó muerto en el suelo.Desesperados entre lágrimas y gritos intentaron hacerlo reaccionar con respiración boca a boca, masajes cardíacos y hasta con cachetazos de impotencia mientras esperaban a la ambulancia que no llegaba nunca.Era inútil, el dueño de la pelota se había ido para siempre. Y parece que se llevó la pelota con él porque sus amigos jamás volvieron a jugar."


Esta es una crónica que tiene el estilo y la temática que a los setentosos nostalgiosos nos gusta mucho, cual es la del barrio de puertas abiertas, la canchita del baldío, la placita con sus rincocitos y lugares secretos, el almacén de la esquina, con el almacenero cascarrabias incluido.

Zambayonny es uno de los seudónimos de Diego Perdomo, un cantante y escritor argentino que escribe una columna sobre fútbol todos los domingos en el suplemento Ni a Palos que se publica junto al Diario Tiempo Argentino.

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