Y me quedé dando vueltas en torno a esa frase.
La verdad es que no sé si es esa odiosa eficiencia a la que llamamos madurez o algún otro mecanismo que no me atrevo a descubrir, pero lo concreto es que no disfruto ni sufro la ausencia de nadie.

Ambas reflexiones autorizan a considerar que la ausencia es una constante natural.
Y estoy comenzando a sospechar que debe ser así.
Que lo excepcional es la compañía.
Para sopésarlo caseramente invertí los términos de mi dudosa ecuación existencialista, y sin caer en las garras de los pensadores y filósofos, que tendrán tres millones de leguleyas razones para fundamentar a favor y en contra, descubrí, no sin cierto pavor, que al revés NO funciona.
Uno SI disfruta o sufre las presencias de las gentes.
Acude en mi ayuda Jean de la Bruyere que - ácido y punzante - me murmura que la pena por la ausencia es felicidad, comparadola con sufrir una presencia indeseable, sin dejar de hacer notar, que la felicidad es un sentimiento esencialmente negativo: Es la ausencia de dolor.
Parece que el negocio entonces es preocuparse por disfrutar las presencias que de por si son excepcionales, mas que sufrir ausencias, que son muchas y casi unánimes.
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