-
¿Qué
haces? me preguntó aquel singular y misterioso sujeto.
-
Soy
escritor, le dije
-
¿Y
qué hace un escritor?
-
Ordena
palabras. Un escritor es una persona que ordena palabras
-
Y
para que las ordenas si en el diccionario ya están todas ordenadas.
-
Bueno,
yo en realidad las reordeno para decir lo que quiero decir cuando escribo
-
¿Y
qué cosas escribes?
-
Cuentos,
novelas, poesías, vivencias, sentimientos. Soy escriba de mis propios dragones.
Yo me encargo de ponerle las palabras justas a sus clamores, a sus júbilos, a
sus decepciones.
-
¿Que
son los dragones, escritor?
-
Algunos
le llaman inspiración. Yo sé que es mi alma tratando de expandirse.
-
¿Y
para que lo haces?
-
Dejo
señas de mi paso por la vida, por si acaso, alguna vez, algún remoto arqueólogo
del futuro, cuando yo ya no esté acá para contarlos, busque cosas, entonces pueda encontrar mis
huellas y rescatarme a los tiempos.
-
Ah…
buscas la eternidad.
-
Tal
vez como todos, pero mi estrategia es esta.
Este diálogo podría tal
vez contener el concepto esencial de lo que quiero transmitir en estas Charlas
– Talleres: El rol del escritor, el valor de la palabra y la reivindicación de
la oralidad de lo que se escribe.
Alguna vez encontré en la
mitografía, suficiente tierra fértil para sembrarle pastos a mis dragones y por
esa brecha pasamos, mi alma y yo, y comenzamos a anotar las cosas que nos
contaban, que veíamos, adivinábamos, que sentíamos, como un sencillo expediente contra
el olvido.
Un día cualquiera, algo
nos pidió que escribiésemos aquello con palabras más elaboradas. Así surgió el
primer relato.
Después alguien me pidió
que lo cuente. Allí nació la necesidad de que lo que escribo también pueda ser
contado, literalmente.
Y esa es la propuesta que
les traigo.
Igual que el pintor con sus colores, o
el músico con los sonidos, la herramienta básica con que trabaja un escritor es
el lenguaje. Su arte consiste en combinar palabras, y lo mismo que un retrato o
un paisaje van saliendo poco a poco de los tubos de pintura, podríamos decir
que un cuento, una novela, duermen desde siempre en las páginas del diccionario.
Pero miremos de mas
cerca la actividad.
Primero, recordar el rol
del escritor desde el punto de vista ético y estético.
Casi el ochenta por ciento
de la población mundial sabe leer y escribir, pero no todos son escritores
Miremos estos datos.
De cada 100 personas,
80 saben escribir.
De cada 100 personas que saben escribir, solo 20 lo hacen regularmente
De cada 100 personas que saben escribir, solo 20 lo hacen regularmente
De cada 100 personas
que escriben regularmente, 12 escriben con algún criterio estético
Ese criterio estético
tiene que ver el arte del bien decir y tiende a ser un compromiso primario.
Recién después viene
el compromiso ético del que escribe.
Primero, lo primero. Y eso es comprometerse con las reglas del
arte.
Aunque desde la
semiótica se diga que todo es válido, aunque Chomsky nos aúlle que mientras lo
que se escribe signifique algo para alguien, es mensaje y por lo tanto es
válido, quiero yo recordar que hay mucha necesidad de ser justos con las reglas del
bien decir porque sino abandonamos muy prontamente los distritos del arte
literario. Y ya que se me permite, aunque me miren con desconfianza, lo diré: No todo lo que escribimos es arte. A
veces son simples palabras, gritos, alaridos, nacidos desde lo más profundo del
alma. Meras frases o versos, emocionalmente muy cargados, pero innecesariamente
adjetivado, ripioso, sobresaturado de imágenes y de fantasmas, pura pirotecnia
verbal de valor afectivo y sensorial
para quien escribe pero que puede que al lector avezado no le diga nada.
Decía yo hoy, que bajo
el efecto de fuertes emociones, sólo las anotaba para no olvidarlas. Y la experiencia me indica que
lo que uno escribe bajo tensión emocional, atribulado o eufórico, por lo general
carece de valor literario. Que para que ello ocurra debemos procesarlo con la
razón, con el conocimiento, con el método literario propio y entonces si
estamos frente a un hecho artístico.
Escritores talentosos
hay que lo hacen todo en uno, pero a mí en particular hasta me cuesta escribir
cuando estoy llorando mis dolores o puteando mis enojos.
Aquello que vomita el
dragón debe ser pasado por el tamiz de la técnica del arte para que se ponga en
condiciones de ser presentado al universo como un hecho creativo propio.
Y ahora si podemos
hablar para quien escribimos y que grado de compromiso ético adquirimos.
El compromiso ético de
un escritor es siempre consigo, con sus propios dragones, con sus verdades.
Incluso cuando la realidad lo atraviesa, cuando el dolor externo lo impacta, no
deja de escribir lo que siente. El arte creativo es entonces el templo de la
libertad y del uso ético de ella. Libre y personal ese es la esencia del arte.
Cuando se lo condiciona, se lo limita estamos en presencia de otra cosa y de
otros compromisos éticos.
Cuando el compromiso
es con el público, con esa entelequia a la que le decimos las gentes, o mal
dicho, la gente, cuando escribimos para
que nos aplaudan, o cuando asumimos el compromiso con la realidad, o
describimos una verdad tal cual la vemos, todo esto nos está condicionando el
oficio y entonces funcamos como periodistas independientes, analistas,
investigadores, pensadores, críticos…
Cuando el compromiso
ético es con quien paga el salario, y no hay nada oscuro ni tenebroso en ello, hay que admitir sin
cortapisas la condición de escriba. El mecenazgo casi siempre es personal y
dirigido y hace rato que el hombre tiende a no morder la mano que le da de
comer, aunque habitualmente se diga lo contrario.
El negocio del
escritor parece ser el de ser escriba de sus dragones a los que trata de
traducir lo mas fielmente posible para que se ajusten lo mejor posible a la
realidad y no ser un disfuncional, marginal o segregado.
El escritor moderno
parece ser un emergente de la sociedad globalizada un descafilado en proceso de
aldeización, los intelectuales marginales que se comienza a sospechar como
reacción a la excesiva masificación del pensamiento.
Si no es así, se es
periodista, analista, investigador pensador, o escriba…
Parece complejo y
arbitrario ¿no?
Sin embargo a mí se me
antoja simplista.
Y me parece que por
allí viene la mano.
Por el retorno a lo
simple.
A la palabra y no a la
imagen
Al relato y no al
argumento
Al detalle y no al
todo.
El todo existe solo en
la mente del que lee. El lector activo es el que completa la obra. El escritor
actual se desvive por ser original y directo ya que en las letras modernas registran
el fenómeno expresivo muy peculiar que exige del lector un desglose de los
elementos que el autor maneja con el objeto de descubrir los principios en que
este se apoya para sostener su creación. De alguna manera el lector tiende a ser
también creador. La elipsis es la herramienta con la que el escritor le deja un
lugar en la obra, al lector
Aquí es donde las
palabras recobran el protagonismo sublime de ser la unidad operativa, las balas
que ametrallan la mente del lector.
No vamos a hacer el
alegato del Negro Fontanarrosa.
Yo uso las palabras
“carajo” y “puta madre” sin rubores y no le tengo miedo al lenguaje coloquial,
pero les aseguro que mis libros de cabecera son sin dudas los diccionarios.
Vivo aprendiendo una
palabra o dos por día porque no he encontrado cosa más fastidiosa y
frustrante que querer decir algo y no
tener herramientas para hacerlo, sabiendo que soy dueño de ochenta y seis mil y
pico de palabras del DRAE que me pertenecer y nadie me puede impedir usarlas y
combinarlas como quiero, que no tiene sentido que reduzca mi léxico a
seiscientas palabras.
De modo que si mis
notas y textos derrapan a través de palabras difíciles o desconocidas, téngalas
en cuenta que seguro que en el diccionario español están.
Capicci? …
Okey.
Er… este… a ver... perdón. ..
¿Comprendido?
Bueno.
Sigamos.
La oralidad es el otro
tema.
Yo suelo sostener que
un cuento bien escrito además de ser leído, debería ser susceptible de ser
narrado. Cuando de un cuento solo puedes contar el argumento, me parece un
cuento muy psicopateado, palabra inexistente y de uso frecuente para
referirse a imágenes literarias muy
complejas y de difícil narración. Aunque parezca un juego de palabras, contar un cuento, narrar una narración,
relatar un relato, son todas actividades esencialmente verbales.
Entonces si podemos
contar un cuento sin leerlo estamos en presencia de algo interesante.
Y si el narrador
emplea verbalmente los mismos recursos de la retórica que usa de manera escrita
se verá allí que tan importante es equilibrar las palabras para llegar al todo,
junto con el oyente que va imaginando junto al relator las escenas que este le
propone.
Hagamos una prueba.
Les cuento el TIO
CARLOS un relato que tiene que ver con nuestros inmigrantes y colonos y vemos
el resultado.
DON CARLOS
(Cuento. Primer premio Concurso Literario Formosa tiene historias de
la Dirección de Cultura Municipalidad de Formosa, Día del Inmigrante Setiembre
2013)
El general sonrió tristemente cuando Cabral le vino
con el chisme. Sentado en su nube, se quedó algún momento en silencio y luego
le pidió su ayudante de turno, el Cabo Antonio Ruiz, el popular Negro Falucho,
que le ensillara un tordillo. No iba a desautorizar el mito. No en esta parada.
Tenía que ser en tordillo.
Después le ordenó a Zapiola que hiciera formar los
granaderos para rendir honores y a la fanfarria que, tocara alguna diana de
gloria.
-Vamos a esperarlo, le dijo a Guido.
Era el diecisiete de junio de mil novecientos
ochenta y dos y se había muerto Don Carlos.
Don
Carlos, era hijo de Don Santos.
Santos
fue uno de esos primeros colonos en llegar a Formosa, a días de la fundación.
Friulano.
Venía
de Trento, Italia.
Y acá,
se casó con otra gringa, Ursula Capra, trentina como él.
Tuvieron
varios hijos: Carlos, Juan, José, Ana, Clorinda, Adelaida y Pina
Carlos
desarrolló un corpachón de metro noventa y pico que albergaba ciento y tantos
kilos de puro músculo.
Ciertos
aspectos de su carácter, algunas habilidades y su tamaño, le daban
características peculiares.
Parecía
displicente, pero elegante y viril al mismo tiempo.
Valiente.
Casi temerario.
Tenía
una sin par puntería con las armas de puño.
Era un
duro, un peso pesado de verdad. No se lo arreaba con el poncho y menos si
estaba picado.
Heredó
un catolicismo militante, casi fanático, culto al trabajo, algunas costumbres
de la tierra de sus mayores, una singular forma de expresarse y un rarísimo
patriotismo.
Su modo
de ver y vivir la religión, sustentaba su costumbre cotidiana de rezar el
rosario en familia.
Todas
las tardecitas, sin faltar a ninguna.
Es
menta en la familia que en medio de un Ave María podía preguntar si dieron agua
a los chanchos y cosas así.
Y los
responsables de las tareas domesticas le contestaban del mismo modo.
Dios no
se enojaba.
De lo
segundo, sacó guapeza, tesón e habilidades casi naturales por el trabajo rural.
Cuando
se produjo el loteo de la Colonia Miguel de Azcuénaga, cerca de Gran Guardia,
fue unos de los primeros en poblarse y se hizo ganadero.
Heredó
también su gusto por las comidas fuertes y cierta debilidad frente a la caña
blanca.
Lo del
origen de su amor a la patria no está claro.
Quizás
habría que remontarlo al servicio militar que decía haberlo cumplido en Las
Lomitas, en el legendario 12 de Línea.
Pero
tampoco puede descartarse motivaciones mas profundas, como la aguda sensación
de destierro que deben haber sentido sus padres, que los soldó a este terruño,
al que amaron como propio.
Es fama
o acaso solo calumnias, que una vez no completó adecuadamente sus menesteres en
la letrina pues la Banda del Regimiento, que estaba a una o dos cuadra de su
casa, se puso a ensayar el Himno Nacional y él hubo de pararse y escucharlo a
pie firme y cantarlo con voz vibrante, como correspondía.
Pero el
idioma fue lo que mas lo marcó.
El
furlán que hablaba la familia y lo que mal escuchó en el par de años en que fue
a la escuela le dejaron un castellano arisco, cargado de adjetivaciones
innecesarias e imprecaciones que no ahorraban referencia a santos y vírgenes,
medio rengo en las erres, a las nunca daba en colocar correctamente y que se
transformaba en un cocoliche desopilante cuando se ponía nervioso o estaba
entonado.
Todo
ocurrió el dieciséis de agosto de mil novecientos cincuenta
El país
se aprestaba a celebrar el centenario de la muerte del General José de San
Martín, y se preparaban ceremonias y actos con la solemnidad y el boato al
alcance de cada pueblo.
Se
anunciaban desfiles, quermes, carreras, juegos de destreza y asados populares.
Gran
Guardia ya tenía consolidada su vida aldeana, y no vayan ustedes a creer que
era mucho mas chico de lo que es ahora, pero funcionaban ya sus instituciones
básicas y el comercio: La estación del ferrocarril, estafeta, escuela, registro
civil, capilla, comisión de fomento, policía, uno o dos almacenes de ramos
generales, una que otra fonda y algunos artesanos.
La
unidad policial era un destacamento. Tres o cuatro milicos, a lo mas.
La
gente le decía comisaría, y al destacado, comisario, así fuera un cabo.
Ocupaba
un mal rancho de dos o tres piezas que hacían de despacho, sala de armas,
dormitorio, casa habitación, cocina, depósito caballerizas y calabozos.
Comandaba en Jefe, un Sargento Loza, que había sabido ganarse las jinetas
capturando a un peligroso bandolero chaqueño, en la zona de San Hilario.
Fue
premiado con el ascenso.
Le iba
bien.
Imponía
respeto desarrollando sus habilidades para la diplomacia cerril o a sablazos
limpio, la mas de las veces.
Era
querido y temido sin solución de continuidad. Quienes le hablaban bien e iban
con gestos de humildad, conseguían excepciones en las cuadreras, alargue de los
horarios de baile, permisos para las tabeadas a diez el tiro, un guiño para el
monte o el pase inglés, más aun si se reforzaba el ruego con algún lechón.
Los
bochincheros, los cargosos y especialmente los caú sapucai, conocían los
rigores de su sable y de la penosa cuarentena a pan y agua en los calabozos.
Don
Carlos, atraído por los bombazos, cayó al pueblo, bien montado y al tranquito,
en la tarde del dieciséis de Agosto.
Se
alojó en la fonda de los Peralta, a una cuadra de la plaza, donde sería el
epicentro de las celebraciones.
Describir
una fonda pueblerina de los cincuenta excede largamente las exigencias de
brevedad de este relato. Alcanzaría con decir que se trataba generalmente de
una casa de familia en la que en alguna pieza del fondo o en el galpón, se
agregaban unos camastros de tiento de dudosa higiene, donde el viajero podía
pasar la noche.
Las
comodidades de la fonda estaban en directa relación con la diligencia del
fondero.
En
algunas solo se disponía de cama, mientras que en otras se agregaban
adicionales, como potrero para los caballos, un plato de comida, despacho de
bebidas y por ahí hasta servicios de acompañantes, diríamos hoy.
La de
Peralta no sería diferente si no fuera por la cocinita: un estaqueo de palma a
dos agua de dos por tres, cerrada por el este, sur y oeste, y sin paredes por
el norte, en cuyo centro reinaba un tizón, que daba vida a un amigable fogón.
En el centro del muro del poniente, un simple hueco de unos cincuenta centímetros
oficiaba de ventana.
La caña
paraguaya de Peralta, traída de contrabando, tenía fama de ser la menos
estirada del pueblo.
Don
Carlos, desensilló, acomodó apero y caballo, se baño, se puso pilcha decente y
utilizando los servicios de algún chico de la casa requirió la presencia de un
tal Julio Cuenca, que por sus habilidades con las tijeras, ejercía los oficios
de talabartero, sastre y peluquero.
Era un
paraguayo exiliado de vaya uno a saber cual de las muchas revoluciones del país
hermano.
La
tarde se presentaba fría, y mientras aguardaba la llegada del barbiere pidió
una cañita, que al arribo del buscado se hicieron dos, y luego más, varias más.
Luego
del tuse, se quedaron los dos, peluquero y peluqueado, tomando y hablando como
se habla cuando se habla de nada: Las lluvias, el estado de los caballos, las
pasturas, el engorde de las vacas, alguna hazaña exagerada, los chismes del
pueblo, y de los preparativos para día siguiente.
Así los
sorprendió la medianoche, acaso anunciada por algún gallo madrugador, arrimados
al fogón que los calentaba por fuera y a la caña que los abrigaba por dentro.
Fue
entonces que a Don Carlos le afloró el enano chauvinista.
Levantando
la enésima copa propuso:
- ¡Brrrindo por el queneral San Martín, el padre de la Patria!
La
respuesta de su contertulio lo congeló en la silleta.
- Ese co e´ un yapú, Don Carlos.
- ¿Cómo diche? ¿Cómo que mentira?
- Si. ¡Si San Martín era paraguayo!
- ¡Oh ma grran puta! ¿Cómo te atreves? ¿Cómo San Martín va ser
paraguayo?
- ¡Sí! ¡Era paraguayo!
- Bruta bestia. Yo te vía dar San Martín paraguayo a vos…
- Pero claro pué. Fijate usté: San Martín nació en Yapeyú. ¿Verdá?.
- Si.
- Y güeno. Yapeyú queda en Corrientes. ¿Verdá?
- Si.
-
Y güeno. Corrientes era Paraguay. Oyapó 100 años.
Los argentinos omondá…
No
aguantó más.
No pudo
oír mas.
De un
salto se levantó y con ánimo de beligerancia.
Julio
también se paró.
Quedaron
midiéndose, fogón de por medio, uno ocupando el centro del recinto, el otro
cubriendo con su corpacho toda posibilidad de escape por el norte.
El peluquero
vio que su situación era precaria y decidió forzar la parada.
Para
equilibrar el lance extrajo de entre sus ropas un verijero de no mas de cuatro
dedos de hoja.
Don
Carlos vio el reflejo y también manoteo la verija, pero extrajo un cuarenta y
cuatro cuarenta de esos que tenían argollita en la culata y sin decirle agua
va, le quemó cartucho entre las piernas, desparramando las brazas del fogón.
Acorralado
y en desventaja material, el exiliado optó por una prudente y poco elegante
retirada, zambulléndose de cabeza por el ventanuco mientras otro plomazo le
llenaba el alma de pánico y el cuerpo de astillas de la pared en la que el
belicoso patriota había hecho diana y se perdió en la noche cruzando a campo
traviesa los fondos de los vecinos, seguro de que comprenderían su urgencia.
Los dos
tiros retumbaron hasta en los cimientos de los ranchos. Se inquietaron los
gallineros, se alborotaron los caballos, se despertaron todos los perros del
pueblo… y el Comisario, que dormía a una cuadra escasa.
No se
habían disipado los humos de la balacera, cuando un Sargento Loza a medio
vestir, de botas, gorra y sable en mano, se apersonó al lugar, demandando por
el autor del disparo.
Envalentonado
por la caña y el rápido abandono del teatro de operaciones de su oponente, Don
Carlos reclamó casi altaneramente ser el responsable no de uno sino de dos
tiros.
Y bien
tirados.
Al
sargento, la frase le salió medio cruda.
-
Entrégueme el arma y dese preso!
Don
Carlos achinó los ojos. Había tomado pero no estaba inconsciente; estaba solo,
era cierto, pero el otro también estaba solo, e igual que él, sangraba, y él
aun mantenía la ventaja del cuarenta y cuatro desenfundado, de modo que casi
displicentemente le respondió:
- Oh ma, Loza… Ahora vo… ¿Qué querrés?, ¿el fiero o el plomo?
El taquero
vio que manu militari no iba a sacar pichones e inmediatamente cambió la
estrategia y se refugió en el diálogo
- ¿Qué lo que pasó?
- Cristo de la Madonna, el Julio ese… le hice un tirito porque que me
vino a insultar a la Patria y al…
- ¿Y le pegó?
- Si hubiera querido pegarle, taría patariba acá. Corió. Se metió en el
algarobal, el cobarrrde.
A Loza
le pareció que tenía éxito y que la cosa se tranquilizaba y volvió a insistir:
- Bueno Marighetti. Me va a tener que acompañar y por favor entrégueme
su arma.
- Serrachini de la Madonna, Loza. ¿Vo so paraguayo o argentino?
La
pregunta lo desarmó. Qué tendría que ver?.
- ¡Argentino!
Orgullosa
y altanera fue la respuesta
- Bueno, junagrrran puta. Si so argentino no me vas a poder llevar
preso. Yo le tire a ese parraguayo, por que vino a insultarme al queneral San
Martín. Dijo que era parraguayo y que los argentinos le robamos...y...
Una
larga explicación en intricado cocoliche, terminó por fastidiar los ánimos del
gorra, que sopesó delicadamente la situación.
No
había pasado nada demasiado grave, salvo un poco de ruido y algún alboroto que
dadas las horas no parecía pasar a mayores y decidió dejar las cosas como
estaban, no sin antes recomendarle que se fuera a dormir y que a la mañana
hablarían. Insistir podía agravar la cosa.
Y ahí
se complicó.
Don
Carlos empecinadamente exigía lavar la mácula en la memoria del Libertador.
- ¿Cooomo que que me vaya a dormí? Ostia de la Madonna ¿Y el parraguayo?
- Mañana lo hago buscar también y aclaramos el asunto.
- Oooohh ma grran puta Loza vo también. No te animás a agararlo y darle
una garoteada, so cobarrde,
Valor
no le faltaba al sargento, pero prudencia tampoco, mas todos sus intentos
fueron vanos.
Porfiado,
Don Carlos logró despertar a otro policía, a Peralta y a un par de vecinos,
quienes, todos juntos se apersonaron en la casa del peluquero, que mansamente
se entregó, sin negar los cargos de lesa patria que le formulaba el desencajado
gringo.
Fue
conducido en solemne procesión al calabozo, a purgar la afrenta.
El general sonrió cuando Cabral le vino con el
chisme. Sentado en su nube, se quedó algún momento en silencio y luego le pidió
su ayudante de turno, el Cabo Antonio Ruiz, el popular Negro Falucho, que le
trajera el catalejo. Desde allí los vio.
El Sargento Loza, Don Carlos y Julio Cuenca comían
en la misma mesa, el asado popular, el mediodía del diecisiete de agosto de mil
novecientos cincuenta, en Gran Guardia.
- Quedan pocos patriotas, les dijo a Zapiola y a Guido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario