Producto de vaya uno a saber que cruza de sangres,
presentaba muchos de los rasgos característicos de los melanodermos, aunque no
todos de la especificidad suficiente como para reclamar para si pureza étnica:
Cráneo dolicocefálico, pelo mota, labios gruesos, orejas apantalladas, la mueca
ágil, el gesto astuto, un poco refrenado por la ñata negroide, otro poco
realzado por las largas comisuras de su boca de delfín y la piel negra.
Conspirábanle sin embargo, su exigua estatura, mezquina musculatura y lo
estrambótico de su andadura.
Al caminar inclinaba su cuerpo hacia delante, como
sacando pecho, pero no con la gallardía y donosura del militar que, a similar postura, le arranca la elegante sensación de avance
tan vistosa en los desfiles, sino que quebrando ligeramente la cintura y
agregándole una apenas perceptible flexión de rodillas, impresionaba mas bien
como un encorvado. Para compensar la curvatura, tiraba excesivamente los
hombros hacia atrás, los que por efecto de la tensión de los músculos a la
altura de los omoplatos, se separaban ostensiblemente del cuerpo, dando la
penosa sensación de un palmípedo a punto de levantar vuelo. Coronaba su
humanidad con un sobrerito de paño negro, de ala angosta. No admitía bromas a
este respecto.
Era
Paraguayo. Había nacido en el año 1905 en Villeta. Se lo conoció como Cabaña
Jhü, o Cabaña Í. (Cabaña Negro o Cabaña Chico)
Decía
ser nieto de un soldado brasilero de la Guerra de la Triple Alianza, que se
quedo por la zona después del conflicto, enredado en las enaguas de las muchas
paraguayas sueltas después de la casi inicua aniquilación de la población
masculina guaraní. Él decía que su abuelito era negro y hablaba solo brasilero.
Vino
a la Argentina, por los años 23 o 25 – dieciocho, veinte años.
Hablaba
básicamente el guaraní, y como todo aquel que tuvo que aprender el español de
grande, cuando se expresaba en esta lengua producía unas piezas únicas,
grotescas, desopilantes, con verdaderas fugas en estampidas de tiempos y
conjugaciones verbales y adverbios y participios usados a su particular antojo,
y que salpimentaba con algunos giros y
construcciones en los que se adivinaban algunos vocablos del portugués, claro
que adaptados a su especial oratoria.
Así, con notoria regularidad, se reconocían en su
vocabulario, el eu de la primera persona del singular o esporádicamente se le
escapaba un vosé, o soltaba un garotinha, o trocaba una j por ll como en
trabalho por ejemplo, y mantenía el tan particular y simpático “Oh Barbaridade”
de la campiña del Brasil guairense, - un poco impregnado de guaraní-
transformado en un suelto pentasilábico que repetía a modo de repiqueteante
muletilla: “Oh ndé bárbaro”, al que a veces el apuro sincopaba salvajemente en
“Oh ndeao”, a secas.
De
su actividad laboral tal vez podría hablarse otro largo rato. Se lo conoció
trabajando apenas en nada fijo, pero había sido carrero, hachero, destroncador,
alambrador, postero, mariscador, mediero y hasta terrateniente: En su tiempo
supo tener una chacrita en las que eran delicia las sandías y melones de
tamaños exagerados, porotos de variedades inconmensurables y otras especies
hortelanas en dimensiones y cantidades sospechosas.
Apenas
vino, anduvo trabajando de hachero en los obrajes de Benito Perazzo,
contratista de la Compañía Argentina de Quebrachos Marca Formosa, en la zona de
Palo Santo hasta bien adelantada la década del treinta. Solía decir que de esa
época tenía una hija en la zona de Bartolo o Los Matacos, pero nunca se supo de
ella.
Por
el 37, atraído por los algodonales, se afincó en la incipiente Colonia Gran Guardia, pero no se
llevaba bien con los polacos, porque, como Maturana.. ese negro tomaba..
Se
conchabó entonces como alambrador en Estancia La Alegría, en épocas de Don Teo
Guttner. En 1943, instado por éste notable Administrador de “La Compañía”, al
que el morocho le tenía una admiración y respeto rayano en la adoración, tramitó
su residencia permanente para poder acceder a la compra de las chacras que
loteaba Estancias y Tierras del Pilagá SA.
Así
se hizo de las 25 hectáreas en las que hizo su rancho y cultivaba sus primicias
en la zona conocida hoy como Cruce El Quebranto, o simplemente El Cruce. Las
vendió a la familia Lopez en el año 1968 para poder atenderse de una herida que
le provocó una astilla, picando leña. Era tuerto y tampoco admitía bromas al
respecto.
Se
instaló entonces en campos de propiedad de Don Antonio Filipigh, en un recodo
de monte conocido como Guardaganado de Tony y se hizo postero. Hacia postes en
los montes cercanos al Estero Malalay, a medias con el dueño de las tierras.
En
1971, Don Santiago Princich lo conchabó como puestero en Loma Clavel y al poco
tiempo, en 1972, se hizo a la aventura
del algodón. Se inició con Francisco Chumic, hijo de polacos, pero con el que
se llevaba bien… por que como Maturana también… ese polaco tomaba… y ya para la campaña de 1973 se lanzó a alquilar
chacras por su cuenta. Llegó a sembrar más de 70 hectáreas en distintos lotes
de la zona que rentaba o mediaba. Entregaba su algodón en la desmotadora de
Pirané.
Era
extraordinariamente pagador, nunca dejaba cuentas pendientes. En la
desmotadora, a sola firma, le entregaban dinero de “Anticipo”, para que pudiera
atender sus campañas y jamás falto a sus obligaciones.
Para
1976, la depresión llego al campo; dejo entonces las actividades agrícolas y se
dedicó a la caza y a la compra de cueros silvestres que entregaba en Barraca
“El Tigre”, en Formosa. Allí también le confiaban grandes sumas de dinero para
que el hombre fuera al interior a comprar por cuenta de la barraca y jamás le
falto una moneda. Se movía a caballo recorriendo las estancias de la zona, comprando.
En
esos años se lo podía ver saliendo del fondo, de Loma Quebranto, de La Lomita,
con dos, tres, cuatro cargueros de tiro atiborrados de cueros y plumas.
Con
setenta y pico de años de edad, y mucho ajetreo en los huesos, para aguantar
los periodos de veda de caza, se hizo destroncador y agarraba tareas por tanto
en las estancias vecinas.
En
el ´78, lo contrata Don Gregorio Rolón, su tocayo y amigo de toda la vida,
paraguayo igual que él y de historias parecidas, para la limpieza de un cuadro
con algarrobillo y tusca blanca, en un lote que por esas cosas del destino o de
las casualidades, vaya uno a saber, estaba justo frente, ruta de por medio, del
lote que le había pertenecido.
Rolón
tenía un almacén de campo, bar y pista, es decir que el oscuro contaba todo lo
que necesitaba en la vida ahí nomas, a mano.
Entonces
pidió permiso y se hizo un rancho en las cercanías, en campos de su tocayo.
A
finales de los 70, era muy frecuente ver a ambos Gregorios, sentados bajo la
enrredadera, departiendo por horas, el uno con su mate, el otro con su caña.
En
el Julio de 1982 Don Gregorio Rolón se enfermó y se internó en una clínica en
Formosa. A los pocos días se recobró, pero internado aun, una madrugada se
despertó y le dijo a una de las hijas que lo cuidaba que se volviera a Gran
Guardia.
-Terejóte che membÿ oré rogape,
Cabaña jhu, rojaharö aina.. Terejo eñotÿ ñandebe. (Andate nomas a nuestra casa mi
hija, Cabaña Negro está esperando. Anda a enterrarlo)
La
Leandra, que asi se llamaba la hija de Rolón, cumplió el pedido de su padre y cuando llegó, fue derechito al rancho del
viejo Cabaña.
Lo
encontró acostado, con mucha fiebre, en lo que podría ser un agudo caso de
neumonía. Le informaron que el viejo se resistía por todos los medios a irse al
médico y a tomar cualquier medicina.
Cuando
la vio llegar a la hija de su tocayo, el rostro se le iluminó y preguntó.
Oh.. La Patrona…… Mbaeisha oicó tocayo?. (Cómo está el tocayo)
Bien.. le respondió la señora.. ya está a salvo, está todavía internado,
pero ya sale estos días.
Ha güeno entonce. Coanga aicatú amanontema
arä ipy'aguapy va (Ha.. Bueno entonces. Ahora ya me puedo morir
tranquilo)
Y
expiró
Esta
sepultado en el cementerio de Gran Guardia.
A mi me sirvió de inspiracion para mi relato El Alambrado, que comparto con Uds.
A mi me sirvió de inspiracion para mi relato El Alambrado, que comparto con Uds.
EL ALAMBRADO - Relato.
Descubrí la secreta pasión de Gregorio Cabaña, una tarde
en que me confidenció que conocía el lugar donde había un d´eles y que se estaba
preparando para sacarlo.
Me hizo jurar el mantenimiento del secreto y me aseguró que contándomelo ponía en peligro toda su empresa, pero que se veía en la obligación de hacerlo, por que yo ya era un mocito de entendederas y por que además necesitaba de mi ayuda. En definitiva, me trabajo fino…
La promesa de fortuna ganada sin mayores esfuerzos, una avarienta apetencia dineraria, a la que tampoco serían ajenas seguramente otras miserias parientes, sumadas a mi juvenil ingenuidad, alimentaron precoces ansias de notoriedad y la íntima complacencia por obtener rápidamente rutilantes éxitos sociales y mujeriles, hicieron de mi un sólido aliado en el sigilo y el modesto e insolvente financista de la empresa.
El venerable me explicó esquemáticamente el plan de operaciones y a él aboqué todo mi esfuerzo.
En esencia era simple: Yo proveería de lo necesario y él, en el momento adecuado, - que se daría bajo ciertas especiales condiciones meteorológicas y sometido a las exigencias de no sé qué conjunciones siderales - sacaría el entierro, - que dicho de paso sea, prometía jugoso - y luego, repartiríamos en partes iguales.
Obviamente no estaba permitida mi participación en la expedición, la que me estaba básicamente vedada por razones de edad y otras referidas a un solemne juramento realizado por el morocho, ante el lecho de muerte de un desconocido transmisor del secreto, circunstancia que pese a mis reiteradas peticiones y protestos no fue disminuida ni siquiera para marchar en calidad de acompañante hasta las inmediaciones.
La lista de bastimentos comenzaba con los necesarios para los actos preparatorios: Un rosario “bautizado” – esto es bendecido por un cura – y dos paquetes de vela para preparar el alma y conjurar a los santos adecuados, mas cinco mazos de cigarros y dos botellas de caña para un convite sobornador al espíritu protector de la cosa.
A este último requerimiento también opuse mis objeciones, juzgando un poco excesivo el estipendio, mas parece que mis razones no fueron de peso, pues el cerril gambusino insistió en las cantidades, enumerando taxativamente las dosis necesarias tanto para él como para su convidado.
En aquel hilarante rol de efectos y necesidades, seguíanle a esos primeros, los útiles de zapa imprescindibles para los movimientos de suelo que, a priori, se evaluaban importantes: Pala de cabo de guayaibí, hacha afilada, pico, barreta y un machete de buen tiro. Completaban el ajuar, un caballo ensillado, una caja de fósforos, un pañuelo colorado y el avío, de todo lo cual debía ser provisto el día de la partida.
Por las herramientas no me hacía muchos problemas: Un galpón de campo esta poblado de esos menesteres. Por la munición de boca tampoco: No me costaba nada distraer un pan casero, algún queso y tal vez una gallina que herviría a las escondidas para evitar las filtraciones de seguridad.
Donde radicaba mis desvelos y preocupaciones era en el pañuelo colorado.
No tenía visto ninguno en la casa, y una furtiva inspección al ropero de mi abuelo había arrojado desalentadores resultados. El era paraguayo y liberal.
Por fin una siesta, faltando ya muy poco para el acontecimiento, de manera un tanto fortuita di con la solución: Del tendedero pendía una chillona camisola de mi hermana, de subido tono bermejo, la que conciensudamente trabajada con unas tijeras de esquilar cedió un rectángulo de forma y tamaño mas o menos deseables para un pañuelo de cuello.
Comencé a sospechar algún timo, cuando a mi financiado lo vi fumando un cigarro y una rápida inspección me certificó que faltaban tres de los cinco mazos y una de las botellas de caña había desaparecido, pero fui rápidamente sacado de mis cavilaciones con el anuncio de que la fecha ya estaba próxima.
La oportunidad me fue anunciada a media mañana, fijándose la hora de partida para cuando el sol ocultara su sanguíneo rostro en el oeste de ese mismo día.
Hubo que apurar los preparativos.
Así, durante el resto de la jornada, los enseres fueron paciente y meticulosamente desapareciendo del galpón y de sus lugares habituales de guarda para ir acumulándose escondidos en un lugar pactado de antemano. A último momento tuve que agregar todavía una botella de caña, pues al parecer una de las primeras se había roto, explicación que alejaba mis temores y restituía plenamente la credibilidad.
Como a las cinco de la tarde ensillé el alazán guardiero y con la excusa de verificar unas trampas, desaparecí de los lugares en los que se me acostumbraba ver.
Sustraído así de las vistas de los indeseables me reuní con el oscuro, que ante mi insistencia, hubo de imponerme brevemente de los procedimientos y rituales que acompañarían la faena, de todo lo cual lo único que me quedo claro fue que a las ofrendas y promesas de buen uso de lo desenterrado debía sumar el trabajo vestido solamente con el pañuelo rojo. Lo demás era pala y rezos.
Y partió.
Durante la cena y a pesar de que la ansiedad me carcomía, mantuve la calma, pero la sobremesa, habitualmente rica en anécdotas, que eran todo un deleite para mi, me resultó particularmente aburrida y distante.
A las once me acosté, mas me fue imposible conciliar el sueño.
Cerca de las doce me puse a imaginar como estaría aquello. No pude sustraer de mi mente las imágenes que tenia vistas en las películas del oeste: Una palada final tocando un cofre de madera, una barreta abriendo el arcón, monedas de relumbrante oro iluminando el resto de mis días...
Como a las una escuche torear a los perros y ruidos que denotaban sin duda la aproximación de cabalgaduras.
Sigilosamente me levanté. Estaba en el patio cuando vi pasar al alazán, a galope tendido, rumbo al rancho de Cabañas, con un bulto arrebujado en su clinera.
Por supuesto, lo seguí, presuroso.
El cuadro que vi me resultó inolvidable: El negro completamente desnudo, luciendo, eso si, mi improvisado pañuelo rojo al cuello, procuraba desmontar de un alazán espumoso de sudoración e ijares palpitantes, en medio de una batahola de perros que entre excitados y obsecuentes generaban un completo batifondo conspirador contra mis necesidades de silencio y de sigilo.
Me di cuenta del fracaso de nuestra expedición casi inmediatamente.
El veterano solo repetía “No quiere a mi ese cosa, Oh nde bao... No quiere a mi ese cosa, Oh nde bao...”... silencio ... -“ Oh nde bao...”- nuevamente silencio.
No pude arrancarle otra cosa.
Le ayudé a desmontar y a juzgar por sus quejas y lamentos parecía dolerle todo el cuerpo. No sin poco esfuerzo lo senté en su camastro y contribuí a vestirlo, calmarlo un poco y esencialmente tratar de averiguar lo sucedido.
Al cabo de un buen rato y luego de un trago de caña de recomposición se largo a contarme lo que había pasado:
- Llegó yo al lugar y ata alazán bajo un algarrobo. Cruza después alambrado y me arrima despacio donde está lapacho que tiene el cosa. Estaba oscuro pero ve mal mal. Ahí ve que por el monte costa se está facendo un alambrado nuevo.
- Un alambrado...?
- Si...Vió una hilera de poste recién puesto y un hilo de liso ya estirado. Ahí entonces yo me prepara... Oh nde bao...
- ...
- Saca todo mi ropa, puso pañuelo, reza y convido caña y cigarro para dueño. Cuando va yo a cruzá el alambrado... oh nde bao... ese cosa me muerde mi pierna...acá... y me señala una mancha, un moretón, apenas perceptible sobre su piel retinta, pobremente iluminada por una linterna.
- Qué te mordió ahí, Cabañas...?
- El dueño de entierro... le pega yo un machetazo y saca machete de mi...
- ...
- Después castiga a mi por mi cara... con látigo... y quiere yo dispará y me enlaza pie a mi y cae yo y entonces me muerde por todo mi pierna, mi brazo mi espalda... Oh nde bao... Le revisé y en efecto presentaba serias escoriaciones y hematomas.
- ...
- Eu pelea con ele hasta que me deja a mi y se va haciendo refusilos ... oh nde bao...no quiere a mi ese cosa...
- Y que hiciste...?
- Eu disparé para donde deja a tu alazán y viene rápido... Oh de bao...
- Y las herramientas Cabañas...?
- Quedó allá mismo...
- ¿Dónde allá?... hay que ir a buscarlas...
- Oh nde Bao... Va vose. Yo no vuelve... No quiere a mi ese cosa... Oh nde Bao...
Fui someramente impuesto del lugar desde donde se produjo la pavorosa huida de mi expedicionario y muy poco antes del amanecer, urgido de que nadie se diera cuenta del faltante de inventario, arme de tripas corazón y partí.
No estaba muy lejos, a lo mas unos cinco kilómetros, por el callejón para el lado de los Paulina, que dicho sea de paso eran los dueños del campo invadido.
Pese a las escasas señas que me dio el moreno, encontré enseguida el abra donde lucía orgulloso un lapacho empenachado de flores recortándose nítidamente sobre el oscuro e irregular zócalo que al rosado horizonte matutino le fabricaba el umbrío perfil del monte todavía en silencio.
Di con el improvisado palenque del alazán, denunciado por las heces del noble bruto y por los restos del avío todavía desparramados en el lugar.
Una concienzuda inspección de las huellas me enderezó hacia el lugar por donde el asaltante nocturno había perpetrado su ingreso a campo ajeno y siguiendo las mismas me adentré en el abra tomando como rumbo el que me dictaba el lapacho.
A poco llegué también hasta donde estaba emplazada una larga hilera de postes de alambrado al parecer recientemente instalados, que efectivamente costeaban el monte aquel y del cual me diera acabada cuenta el profanador de entierros.
Debo admitir que en ese momento, sentía un dejo de ansiedad y cierta inquietud materializada en pelitos de la nuca levantiscos y rebeldes, indiferentes a mis propias voces de aliento, tal vez un poco por los antecedentes y quizá mucho por el hecho de reconocerme yo mismo un invasor.
Pero no obstante me detuve un momento a mirar el escenario, tratando de reconstruir lo acaecido.
Allí estaba el lugar donde el oscuro se desvistió. Sus ropas reposaban mansamente aun, sobre una mata de cola de zorro, algo húmedas por el rocío de la madrugada. Acá las herramientas, pico, hacha, pala, barreta; allá, un cigarro, una vela, el rosario.
Media botella de caña parada contra la mata de una aromita florecida testimoniaba haber regado el suelo en ofrenda, y también seguramente el buche de mi hombre.
El machete estaba alevosamente clavado en un poste, y el alambre, el hilo de liso que dijo el viejo, cortado y toscamente enmarañado en unas matas de espartillo.
Hágame, si puede, una concesión a la vanidad, por que confieso que pese a mi escasa edad no me fue muy difícil reconstruir lo sucedido.
Todo estaba allí.
Clarito.
Sólo había que leer el lugar del hecho.
El mordisco en la pierna acusado por el negro, coincidía con la altura exacta del hilo de alambre tendido.
Me hizo jurar el mantenimiento del secreto y me aseguró que contándomelo ponía en peligro toda su empresa, pero que se veía en la obligación de hacerlo, por que yo ya era un mocito de entendederas y por que además necesitaba de mi ayuda. En definitiva, me trabajo fino…
La promesa de fortuna ganada sin mayores esfuerzos, una avarienta apetencia dineraria, a la que tampoco serían ajenas seguramente otras miserias parientes, sumadas a mi juvenil ingenuidad, alimentaron precoces ansias de notoriedad y la íntima complacencia por obtener rápidamente rutilantes éxitos sociales y mujeriles, hicieron de mi un sólido aliado en el sigilo y el modesto e insolvente financista de la empresa.
El venerable me explicó esquemáticamente el plan de operaciones y a él aboqué todo mi esfuerzo.
En esencia era simple: Yo proveería de lo necesario y él, en el momento adecuado, - que se daría bajo ciertas especiales condiciones meteorológicas y sometido a las exigencias de no sé qué conjunciones siderales - sacaría el entierro, - que dicho de paso sea, prometía jugoso - y luego, repartiríamos en partes iguales.
Obviamente no estaba permitida mi participación en la expedición, la que me estaba básicamente vedada por razones de edad y otras referidas a un solemne juramento realizado por el morocho, ante el lecho de muerte de un desconocido transmisor del secreto, circunstancia que pese a mis reiteradas peticiones y protestos no fue disminuida ni siquiera para marchar en calidad de acompañante hasta las inmediaciones.
La lista de bastimentos comenzaba con los necesarios para los actos preparatorios: Un rosario “bautizado” – esto es bendecido por un cura – y dos paquetes de vela para preparar el alma y conjurar a los santos adecuados, mas cinco mazos de cigarros y dos botellas de caña para un convite sobornador al espíritu protector de la cosa.
A este último requerimiento también opuse mis objeciones, juzgando un poco excesivo el estipendio, mas parece que mis razones no fueron de peso, pues el cerril gambusino insistió en las cantidades, enumerando taxativamente las dosis necesarias tanto para él como para su convidado.
En aquel hilarante rol de efectos y necesidades, seguíanle a esos primeros, los útiles de zapa imprescindibles para los movimientos de suelo que, a priori, se evaluaban importantes: Pala de cabo de guayaibí, hacha afilada, pico, barreta y un machete de buen tiro. Completaban el ajuar, un caballo ensillado, una caja de fósforos, un pañuelo colorado y el avío, de todo lo cual debía ser provisto el día de la partida.
Por las herramientas no me hacía muchos problemas: Un galpón de campo esta poblado de esos menesteres. Por la munición de boca tampoco: No me costaba nada distraer un pan casero, algún queso y tal vez una gallina que herviría a las escondidas para evitar las filtraciones de seguridad.
Donde radicaba mis desvelos y preocupaciones era en el pañuelo colorado.
No tenía visto ninguno en la casa, y una furtiva inspección al ropero de mi abuelo había arrojado desalentadores resultados. El era paraguayo y liberal.
Por fin una siesta, faltando ya muy poco para el acontecimiento, de manera un tanto fortuita di con la solución: Del tendedero pendía una chillona camisola de mi hermana, de subido tono bermejo, la que conciensudamente trabajada con unas tijeras de esquilar cedió un rectángulo de forma y tamaño mas o menos deseables para un pañuelo de cuello.
Comencé a sospechar algún timo, cuando a mi financiado lo vi fumando un cigarro y una rápida inspección me certificó que faltaban tres de los cinco mazos y una de las botellas de caña había desaparecido, pero fui rápidamente sacado de mis cavilaciones con el anuncio de que la fecha ya estaba próxima.
La oportunidad me fue anunciada a media mañana, fijándose la hora de partida para cuando el sol ocultara su sanguíneo rostro en el oeste de ese mismo día.
Hubo que apurar los preparativos.
Así, durante el resto de la jornada, los enseres fueron paciente y meticulosamente desapareciendo del galpón y de sus lugares habituales de guarda para ir acumulándose escondidos en un lugar pactado de antemano. A último momento tuve que agregar todavía una botella de caña, pues al parecer una de las primeras se había roto, explicación que alejaba mis temores y restituía plenamente la credibilidad.
Como a las cinco de la tarde ensillé el alazán guardiero y con la excusa de verificar unas trampas, desaparecí de los lugares en los que se me acostumbraba ver.
Sustraído así de las vistas de los indeseables me reuní con el oscuro, que ante mi insistencia, hubo de imponerme brevemente de los procedimientos y rituales que acompañarían la faena, de todo lo cual lo único que me quedo claro fue que a las ofrendas y promesas de buen uso de lo desenterrado debía sumar el trabajo vestido solamente con el pañuelo rojo. Lo demás era pala y rezos.
Y partió.
Durante la cena y a pesar de que la ansiedad me carcomía, mantuve la calma, pero la sobremesa, habitualmente rica en anécdotas, que eran todo un deleite para mi, me resultó particularmente aburrida y distante.
A las once me acosté, mas me fue imposible conciliar el sueño.
Cerca de las doce me puse a imaginar como estaría aquello. No pude sustraer de mi mente las imágenes que tenia vistas en las películas del oeste: Una palada final tocando un cofre de madera, una barreta abriendo el arcón, monedas de relumbrante oro iluminando el resto de mis días...
Como a las una escuche torear a los perros y ruidos que denotaban sin duda la aproximación de cabalgaduras.
Sigilosamente me levanté. Estaba en el patio cuando vi pasar al alazán, a galope tendido, rumbo al rancho de Cabañas, con un bulto arrebujado en su clinera.
Por supuesto, lo seguí, presuroso.
El cuadro que vi me resultó inolvidable: El negro completamente desnudo, luciendo, eso si, mi improvisado pañuelo rojo al cuello, procuraba desmontar de un alazán espumoso de sudoración e ijares palpitantes, en medio de una batahola de perros que entre excitados y obsecuentes generaban un completo batifondo conspirador contra mis necesidades de silencio y de sigilo.
Me di cuenta del fracaso de nuestra expedición casi inmediatamente.
El veterano solo repetía “No quiere a mi ese cosa, Oh nde bao... No quiere a mi ese cosa, Oh nde bao...”... silencio ... -“ Oh nde bao...”- nuevamente silencio.
No pude arrancarle otra cosa.
Le ayudé a desmontar y a juzgar por sus quejas y lamentos parecía dolerle todo el cuerpo. No sin poco esfuerzo lo senté en su camastro y contribuí a vestirlo, calmarlo un poco y esencialmente tratar de averiguar lo sucedido.
Al cabo de un buen rato y luego de un trago de caña de recomposición se largo a contarme lo que había pasado:
- Llegó yo al lugar y ata alazán bajo un algarrobo. Cruza después alambrado y me arrima despacio donde está lapacho que tiene el cosa. Estaba oscuro pero ve mal mal. Ahí ve que por el monte costa se está facendo un alambrado nuevo.
- Un alambrado...?
- Si...Vió una hilera de poste recién puesto y un hilo de liso ya estirado. Ahí entonces yo me prepara... Oh nde bao...
- ...
- Saca todo mi ropa, puso pañuelo, reza y convido caña y cigarro para dueño. Cuando va yo a cruzá el alambrado... oh nde bao... ese cosa me muerde mi pierna...acá... y me señala una mancha, un moretón, apenas perceptible sobre su piel retinta, pobremente iluminada por una linterna.
- Qué te mordió ahí, Cabañas...?
- El dueño de entierro... le pega yo un machetazo y saca machete de mi...
- ...
- Después castiga a mi por mi cara... con látigo... y quiere yo dispará y me enlaza pie a mi y cae yo y entonces me muerde por todo mi pierna, mi brazo mi espalda... Oh nde bao... Le revisé y en efecto presentaba serias escoriaciones y hematomas.
- ...
- Eu pelea con ele hasta que me deja a mi y se va haciendo refusilos ... oh nde bao...no quiere a mi ese cosa...
- Y que hiciste...?
- Eu disparé para donde deja a tu alazán y viene rápido... Oh de bao...
- Y las herramientas Cabañas...?
- Quedó allá mismo...
- ¿Dónde allá?... hay que ir a buscarlas...
- Oh nde Bao... Va vose. Yo no vuelve... No quiere a mi ese cosa... Oh nde Bao...
Fui someramente impuesto del lugar desde donde se produjo la pavorosa huida de mi expedicionario y muy poco antes del amanecer, urgido de que nadie se diera cuenta del faltante de inventario, arme de tripas corazón y partí.
No estaba muy lejos, a lo mas unos cinco kilómetros, por el callejón para el lado de los Paulina, que dicho sea de paso eran los dueños del campo invadido.
Pese a las escasas señas que me dio el moreno, encontré enseguida el abra donde lucía orgulloso un lapacho empenachado de flores recortándose nítidamente sobre el oscuro e irregular zócalo que al rosado horizonte matutino le fabricaba el umbrío perfil del monte todavía en silencio.
Di con el improvisado palenque del alazán, denunciado por las heces del noble bruto y por los restos del avío todavía desparramados en el lugar.
Una concienzuda inspección de las huellas me enderezó hacia el lugar por donde el asaltante nocturno había perpetrado su ingreso a campo ajeno y siguiendo las mismas me adentré en el abra tomando como rumbo el que me dictaba el lapacho.
A poco llegué también hasta donde estaba emplazada una larga hilera de postes de alambrado al parecer recientemente instalados, que efectivamente costeaban el monte aquel y del cual me diera acabada cuenta el profanador de entierros.
Debo admitir que en ese momento, sentía un dejo de ansiedad y cierta inquietud materializada en pelitos de la nuca levantiscos y rebeldes, indiferentes a mis propias voces de aliento, tal vez un poco por los antecedentes y quizá mucho por el hecho de reconocerme yo mismo un invasor.
Pero no obstante me detuve un momento a mirar el escenario, tratando de reconstruir lo acaecido.
Allí estaba el lugar donde el oscuro se desvistió. Sus ropas reposaban mansamente aun, sobre una mata de cola de zorro, algo húmedas por el rocío de la madrugada. Acá las herramientas, pico, hacha, pala, barreta; allá, un cigarro, una vela, el rosario.
Media botella de caña parada contra la mata de una aromita florecida testimoniaba haber regado el suelo en ofrenda, y también seguramente el buche de mi hombre.
El machete estaba alevosamente clavado en un poste, y el alambre, el hilo de liso que dijo el viejo, cortado y toscamente enmarañado en unas matas de espartillo.
Hágame, si puede, una concesión a la vanidad, por que confieso que pese a mi escasa edad no me fue muy difícil reconstruir lo sucedido.
Todo estaba allí.
Clarito.
Sólo había que leer el lugar del hecho.
El mordisco en la pierna acusado por el negro, coincidía con la altura exacta del hilo de alambre tendido.
El hecho de que el machete, que según el viejo, le fue
arrancado de la mano, no fue tal, mas
bien la mano lo dejó allí por no poder vencer la resistencia que ofrecía el
recio poste de urunday fresco que se negaba a devolver el salvaje agresor
aprisionado entre los labios del profundo tajo.
El violento mandoble cortó el alambre de un golpe y el simbronazo de la retraída producida por el alivio de tensión en el elemento estirado a torniquete produjo el latigazo de la cara. Cuando el ya asustado Cabañas quiso correr, se enredó con el cabo suelto y cayó, explicando la enlazada de las patas. La lucha por desembarazarse del portento que lo maltrataba a mordiscones estaba escrita en las huellas de los revolcones y estribadas que se veían por doquier.
Los refusilos...
No pude saber si fue alarma interior o efectivamente escuche un ruido, pero la cuestión es que mas que rápido junté las cosas y huí precipitadamente del lugar, tal vez con mas temor a ser encontrado por los dueños del potrero, que al misterioso protector de tesoros.
Cabañas tardo tres días en reponerse, y cuando al fin se levantó, estaba a la miseria, dolorido en todos sus músculos que daba pena verlo. Repetía su soliloquio: - No quiere a mi ese cosa... Oh nde bárbaro.
La explicación técnica de los refusilos la encontré dos semanas mas tarde en unos libracos del INTA sobre manejos de pasturas que guardaba mi viejo: El corte y puesta a tierra de la línea viva de un alambrado eléctrico de unos 10.000 voltios de corriente continua, pulsando a 70 golpes por minuto, produce un cortocircuito que normalmente se evidencia en chispazos.
El violento mandoble cortó el alambre de un golpe y el simbronazo de la retraída producida por el alivio de tensión en el elemento estirado a torniquete produjo el latigazo de la cara. Cuando el ya asustado Cabañas quiso correr, se enredó con el cabo suelto y cayó, explicando la enlazada de las patas. La lucha por desembarazarse del portento que lo maltrataba a mordiscones estaba escrita en las huellas de los revolcones y estribadas que se veían por doquier.
Los refusilos...
No pude saber si fue alarma interior o efectivamente escuche un ruido, pero la cuestión es que mas que rápido junté las cosas y huí precipitadamente del lugar, tal vez con mas temor a ser encontrado por los dueños del potrero, que al misterioso protector de tesoros.
Cabañas tardo tres días en reponerse, y cuando al fin se levantó, estaba a la miseria, dolorido en todos sus músculos que daba pena verlo. Repetía su soliloquio: - No quiere a mi ese cosa... Oh nde bárbaro.
La explicación técnica de los refusilos la encontré dos semanas mas tarde en unos libracos del INTA sobre manejos de pasturas que guardaba mi viejo: El corte y puesta a tierra de la línea viva de un alambrado eléctrico de unos 10.000 voltios de corriente continua, pulsando a 70 golpes por minuto, produce un cortocircuito que normalmente se evidencia en chispazos.
Las caricaturas son del dibujante formoseño OMAR BARRIONUEVO.
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