Don Gregorio Rolón nació con la
creciente del Rio Paraguay del 1905 en Guazú Cuá, en Pilar,
Paraguay. Con días de vida, su madre, Rufina
Rolón, lo anotó en Pilar y evacuó la zona para nunca volver. Se vinieron a la
Argentina, a Formosa. Su madre era una paraguaya criolla y su
padre, al que nunca conoció, dice que era un piloto fluvial correntino, hijo de
un maestro español traído por Sarmiento y que había andado por la zona de Goya. Un tiempo, anduvieron nomas, por
Monteagudo, por Chacra 8, por La Colonia, y después, a partir de 1908, con la
punta de rieles, avanzaron al oeste. Boedo, después San Hilario, y en el ´10
Gran Guardia, que nos se llamaba Gran Guardia, sino Kilometro 83 o simplemente
83. Por el ´17, con apenas 12 años, un tío
lo trajo a trabajar como cañero en la fábrica de azúcar La Teutonia y al poco
tiempo como cachapecero, acarreando caña de azúcar.
En 1920, a instancias de un Bibolini,
al que le acarreaba tierra en carro los fines de semana, logra entrar como
playero en la Compañía Argentina de Quebracho Marca Formosa, pero tenía 15 años
y no podía ser efectivizado.
Allí conoce a Benito Perazzo, que era
contratista de la Compañía explotando obrajes y este, sabiéndolo ya capacitado
y no teniendo mucho prurito con las edades, lo manda como playero a la canchada
de Desvío Pilagá, entre San Hilario y Gran Guardia.
No pasaron semanas que ya andaba en los
carros.
A los dieciocho años era capataz
carrero acreditado.
De 1927 a 1931 anduvo en los obrajes de
Lezbegueris en la zona de Palo Santo, Los Matacos, Bartolo, Estero Grande. En
esa época se caso y también conoció un tocayo y connacional, Gregorio Cabañas,
con el que a lo largo de la vida desarrolló una profunda amistad y particular
comunicación.
En Junio 1931, Don Benito Perazzo lo
hizo llamar y le confió la explotación de un obraje en la zona de Gran Guardia:
El Obraje Monte Caballero.
Aceptó, pero solo administrarle la
carrería, no el obraje, una suerte de capataz carrero con privilegios, por que
cobraba un plus por tonelaje transportado, con lo que él iba comprando vacas
que Don Valentín Filipigh, le cuidaba y pastoreaba sin cargo.
En el ´33 ya se rumoreaba que la
Compañía Argentina de Quebrachos Marca Formosa estaba por venderse y que
Estancias y Tierras del Pilagá lotearía campos en la zona; así fue que, creyendo
lograr una mejor posición para negociar desde un hecho consumado, ocupó de
intruso una parcela cercana al fisco que ocupaban los Filipigh en la Colonia
Miguel de Azcuenaga, pero dentro de los campos de La Compañía, con la esperanza
de que si loteaban a él le venderían esa y no otras parcelas.
En el ´37, a caballo de la seca y la
las langostas, La Compañía, lanza el loteo de la Colonia Gran Guardia, pero él no
logra ningún acuerdo con la vendedora y obviamente fue desalojado.
Quebrantado y fastidiado, se muda a los
confines de la Colonia Miguel de
Azcuenaga, sobre el Riacho Pilagá, en un lote incierto, no reivindicado pero
tampoco desocupado por los gringos Princich, Bertuol, Marighetti, que habían
sentado sus reales en la zona.
Una vez instalado, en las oficinas de
tierra hizo las solitudes pertinentes.
Resulto ser un campo de más de media
legua, pero que, cruzado por el Pilagá le daba una forma irregular e imprecisa
en algunos puntos y por eso fue rechazado por los colonos mas antiguos.
Al serle concedido el terreno, llamo a
su campo “El Quebranto”.
Por la tranquera de ese campo pasó al
poco tiempo el trazado de la Ruta Provincial 16, que une Gran Guardia con
Montelindo y ese nombre fue transmitido
al paraje que se formo en la década del 40, en la reserva para colonia en torno
al puente de la Ruta 16, sobre el Riacho Pilagá, conocido en la actualidad como Loma El Quebranto.
Con los años Don Gregorio fue un puntal
de esa comunidad, gestionando la instalación del destacamento policial, la
escuela, la capilla y demás.
En el 42 o 43, cuando La Compañía
comenzó a ver como imposible el cumplimiento de los plazos que le imponía la
ley de Colonización, para el completamiento del loteo de la Colonia Gran
Guardia, Theo Guttner mandó a llamar a
su antiguo desalojado y le otorgó 75 hectáreas de chacras
en seis lotes dentro del loteo para colonia y un terreno de 20 x 50
frente a la plaza del pueblo, a un precio, según Gregorio, de un cuarto de lo
que él estaba dispuesto a pagar cinco años antes y al doble del plazo.
Como era extranjero radicado, no tuvo
mayores dificultades. Cabe señalar que los extranjeros tenían
mayores ventajas que los nacionales para la adquisición de esas tierras por que
estaban orientadas a la radicación de inmigrantes. Así llegaron los polacos a
la zona de Gran Guardia.
En el ´70 abandonó El Quebranto y se
instaló en esos lotes adquiridos a La Compañía y siguió con su almacén de campo
y su pista de baile Che Iboty Porá, en cercanías del actual Cruce Gran Guardia.
Era devoto de la Virgen de los Remedios
y todos los primeros de setiembre realizaba la santeada pertinente, con misa,
bautismo, alguna boda, procesión, asado, palo enjabonado y juegos ecuestres.
Don Gregorio falleció en 1982, unos meses después de su amigo de toda la vida don Gregorio Cabañas. Esta sepultado en el cementerio de Gran
Guardia.
Tenía
una habilidad especial para el relato oral.
Sus
historias, de corte picaresco algunas, sentenciosas otras, de desenlaces
fatales algunas mas, abundaban en descripciones jugosas en contenidos y
detalles, aunque sin metáforas, escasamente adjetivadas y pobladas de
diminutivos y onomatopeyas y narradas en frases cortas, sin circunloquios ni
hipérboles, en lenguaje coloquial, simple, directo, preciso, eso si, con toda
solemnidad y circunspección y apoyadas en las agradables inflexiones de su voz
pausada y grave manejando magistralmente las pausas y los silencios y en un
modo de relatar casi quiroguiano en temática y estilo.
No obstante,
estoy seguro que Don Gregorio no conocía la producción literaria de Horacio
Quiroga. Y tenía varias razones para creer en este aserto.
Una ves le
pregunté, medio insidioso: Abuelo... de
dónde sacás las cosas que contás?. Me miró como dudando de la sinceridad de
mi pregunta y después casi con sequedad me respondió: - Yo cuento las cosas que he visto. Nunca miento... Todavía insistí:
- En serio, no conocés a Horacio
Quiroga?. Entrecerró sus ojos,
pequeños y ya opacados por los años, puso cara de quien esfuerza la mente para
recordar el detalle y luego me dijo: -
No, no lo conozco. Tal vez sea hijo de Quiroga-í , ese que vivía en el cuadro
del ferrocarril, pero hace muchos años que se fueron del pueblo, así que no me
acuerdo... Donde vive ahora?.
Pero lo que
me daba la absoluta certeza de que para armar sus narraciones no se inspiraba
en el suicida, era que no sabía leer ni escribir.
Cuando los
años lo obligaron a menguar los movimientos de su naturaleza inquieta, encontró
bajo la umbría y fresca enramada de jazmín y santa rita de la casa, un rincón
adecuado para instalar su mecedor desde donde podía ver sin molestias el trajín
de la ruta dieciséis, que por esa época era, - aún lo es -, el paso obligado de
quienes iban y venían desde las colonias hasta la estación Gran Guardia
No había
persona, hombre o mujer, joven o viejo, a pié o a caballo, en bicicleta o en
carro que pasara por el lugar y no lo saludara con un ...Adiós Don Rolón..., saludo al que invariablemente correspondía
con un ... Adioó..., - así, con la “o” estirada y fuertemente
acentuada y cortado al final -, y al que solía agregar un nombre, apellido o
apodo según la identidad o confianza con el saludante.
No eran pocos
los que hacían un alto y se adentraban a
la sombra junto a él con la excusa del apretón de mano o de la bendición,
aunque en realidad en casi todos se adivinaba la necesidad de descansar
brevemente y mitigar aunque sea un poco los efectos del sol granguardino y
continuar viaje.
Otros
simplemente paraban a tomar un jarro de agua del cántaro envuelto en arpillera
mojada, que a ese solo efecto su ingenio generoso había instalado en uno de los
horcones que sostenían las enredaderas, ocasiones en las que los mas jóvenes y
desconocidos para el viejo, eran objetos de sagaces averiguaciones
genealógicas, que se prolongaban hasta quedar satisfecha su curiosidad y que
casi invariablemente terminaban con el encargo de sus saludos, “a mi amigo, o mi compadre, o mi vecino...” , pues siempre tenía
alguien a quien recordar.
Si un sol de
fuego incendiaba en abanico el poniente, arrebolando las nubes que presagiaban
la tormenta, en busca de mejores brisas con que alivianar la canícula, corría
su sillón al amplio patio de tierra. Si el atardecer pintaba para frío o una
fina llovizna y vientos del sur presagiaban ya el invierno, hacia llevar su
asiento al cobertizo de la cocina donde por tradición familiar, venida de quien
sabe que tiempo, existía un fogón eternamente encendido.Cualquiera
fuese el lugar en el que sentaba sus reales, allí se reunía la familia,
llegando de a uno a engrosar la rueda que poco a poco completábase con
todos los de la casa: hijos, hijas,
yernos, nueras, nietos, sobrinos, peones, agregados, algún viajero que hacia
noche y las fastidiosas y no siempre deseada visitas de algún familiar lejano o
amigo de la infancia.
Entonces se
tomaba mate - cualquiera fuese la temperatura ambiente -, se comentaban las
cosas del día, se programaban las tareas del siguiente y cuando el venerable
juzgaba que el cónclave no daba para mas, o cuando tenía algún relato muy a
propósito de algo que estaba ocurriendo, casi displicentemente
interrumpía - Me acuerdo una vez... Todos
callaban, se acomodaban los asientos, los de mas lejos estrechaban el circulo,
todavía alguno ocupado dando bomba al petromax gritaba: espere.. espere!! . Y él esperaba.
Ese era solo
su exordio, aunque en realidad nunca prologaba demasiado sus relatos y cuando
le parecía que estaba todo en orden en el auditorio, se lanzaba.
Allí
desfilaban, personalidades conocidas y anónimos aventureros, forasteros
siniestros e inocentes vírgenes, chacras
feraces y paramos indescriptibles, campos mas o menos frecuentados, muertes mas
o menos raras, aparecidos y desaparecidos, aventuras desopilantes, animales de
todo género y variedad, siempre mas grandes que los estándares de su especie,
alimañas detestables y anécdotas de colorido y credibilidad diversa.
Una atardecer
en particular, después de que el sol, el viento y la humedad relativa ambiente
empujaron el mercurio termométrico mas allá de los cuarenta y dos grados a la
sombra, a las quince, que era lo mismo que decir fue un día de los mil
demonios, en medio del patio de tierra y tal vez atraída por los ruidos de la
fastidiosa lucha contra mosquitos, calor y humo de marlo mojado, con andar
sigiloso y silente, una ñacaniná acercaba su natural e ingenua curiosidad a la
rueda de humanos, seguramente inquieta y desorientada por la baja presión
atmosférica a la que son particularmente sensible los ofidios.
Un cusquito,
que nunca falta, dio la alarma, y tras él acudió, presurosa y jadeante, toda la
jauría. Oso, un perrazo bayo, de andar casi vanidoso, que cargaba sobre su lomo
la responsabilidad del macho alfa, apartando a empellones al cachorraje,
emprendió el abalanzo. Tomó del cuello a la visitante, a escasos dos
centímetros de la base de la nuca, y con, uno solo, certero tarrascón, hizo
crujir ruidosamente sus vértebras cervicales, partiéndoselas limpiamente y se
alejó para que el resto de la perrada disfrute de los retorcijones y costalazos
que los estertores de la muerte tan violenta y súbita desparramaba sobre los
casi metro ochenta de la cazadora.
Concluido el
incidente con el retiro del cadáver del lugar de los hechos, algún reto a los
canes mas sobresaltados y levantiscos que amenazaban pelea y acallados un poco
los comentarios de la concurrencia, Don Gregorio dijo:...Me acuerdo una vez,... y comenzó el relato que con algún pormenor
agregado desde el olvido y acaso otros recuerdos que acabo de inventar me sirvió de inspiración para este que he
titulado Ñacanac y que respeta casi textualmente lo que el viejo contó.
ÑACANAC
Relato
Fue en tiempos de la Compañía Argentina de Quebrachos Marca Formosa,
en la época de los grandes obrajes. La taninera tenía una concesión para
explotar diez mil hectáreas en la zona de Monte Caballero, dos leguas al sur de
Gran Guardia, y allí el contratista estableció su carrería, que, como en todo
obraje, era el corazón donde palpitaba y se disponía toda la actividad operativa.
Los hacheros, carreros, boyeros, playeros y sus familias habitaban allí; el
carpintero, el herrero, los llantadores, ahí sentaban sus reales; los corrales,
los palenques y demás comodidades para atender la boyada, se concentraba en ese
campamento.
Dependiendo de la extensión y riqueza del monte y del tiempo de explotación,
esas ranchadas adquirían el aspecto de un villorrio que aquel ya llevaba más de
tres años y había madera para otros tres o cuatro, de modo que podían verse
allí ranchos sólidos y estables, con techos de palma o paja brava, paredes de
estaqueo, letrinas, una tosca y cerril oficina para cuando iban los
liquidadores, una suerte de cuadra o galpón comunitario que habían armado los
solteros y varios ranchos de pindó, el más elemental de los bohíos.
Construyeron también una empalizada para asegurar el cruce del estero Gallego y
un paraguayo desarrolló una chacra de subsistencia con lo básico: zapallos, porotos,
maíz, batata, mandioca, tabaco y algunas verduras de hoja. El conjunto estaba recostado sobre la ceja de
una punta de monte, afectando la forma de una media luna que enmarcaba el canchón,
especie de playa de estacionamiento y maniobras donde se dejaban los carros y
sus aparejos, cangas, yugos,
cadenas, picanas y demás.Se servían de agua de una laguna natural, que allí había. Era ovalada y
apoyaba el extremo de los, tal vez cuarenta metros de su diámetro mayor, justo
en la costa del monte; el corto, el de sur a norte, tendría no mas de
veinticinco metros.
Por larga que fuese la seca, nunca se quedaba sin agua. Tenía
una especie de isla o mogote de unos tres metros, poblado por yahapé y un árbol
joven de timbó. Ostentaba extrañas orillas. Si quisiera describirla rápido
diría que se parecía a la huella que dejaría algún objeto caído del cielo en
forma muy inclinada. Hacia el canchón, era una playada que se iba diluyendo a
medida que se alejaba de la espesura; contra el monte tenía una barranca de casi
metro y medio. Crecían allí dos árboles de laurel que a consecuencia de que la
tierra se fue carcomiendo junto a sus raíces, se fueron inclinando sobre la
laguna hasta que se apoyaron en el arbolito de la isla, formando una suerte de
techo vegetal que mantenía umbrío el lugar.Era mandato de ley por todos respetado, que nadie se metiera en ella.
Para sacar siempre agua fresca y limpia, le había hecho un muy
elemental espigón de dos media palma que se adentraban un par de metros hacia lo
hondo.
Dicen que no se sabía la profundidad. Dicen que la habían medido con
un varejón y no encontraron el fondo. Dicen que había un canal subterráneo que
lo conectaba con el estero Gallego, que quedaba como a dos mil metros. Dicen
que tenía un surgente, un manantial artesiano, sin embargo el agua no era
salobre. Dicen... Dicen…Dicen que una vez un hachero dijo, que en uno de los laureles,
escondido entre las ramas, había un hueco que tenía la boca limpia y pulida, como
si algo saliera y entrara todos los días de él. Se dicen tantas cosas…
Puede parecerle al lector, un accidente geográfico sospechoso y acaso
exageré algunos detalles a los fines del relato, pero a quienes apelan a los
procedimientos conjeturales de la duda, ya mismo les digo, que entre las
localidades de Villa Dos Trece y Pirané, casi sobre el Riacho Salado, con
barrancas bien visibles desde la ruta hay uno similar. Hecha la digresión, sigamos.
Se trabajaba mucho y fuerte en el obraje aquel. Había mas de cien
hacheros con sus familias, tal vez unos cuarenta alzaprimas y cachapés, con sus
respectivos carreros y cadeneros y una tropa de unos cuatrocientos bueyes. El
viento solía acarrear, al rumbo que quisiese ir, desde el alba hasta el ocaso, el
tactac, tactac de las hachas, el trueno apagado del quebracho cuando caía y el
trémolo agudo del sapucay que acompañaba la muerte del rey del monte.
Era capataz allí, un tal Gregorio
Rolón, un paraguayo organizado y metódico que supo ganarse la confianza del
contratista y desempeñaba con solvencia el cargo. Normalmente se despertaba antes que los demás e iba a sentarse sobre
la gramilla, entre el tajamar y su rancho, a tomar mate o simplemente a fumar
un cigarro, al cobijo de las estrellas, cercado por el zócalo negro del monte y
las siluetas arrogantes de los alzaprimas, plateados por el brillo de la luna en el rocío
que los mojaba. Entonces regocijaba su alma prestándole atención a los sonidos
de la alta noche: al grito lastimero del urutaú, al chistido de mal agüero del suindá, al canto
del cäraü, al rugido de las fieras; a esas tenues perturbaciones de la quietud
del aire, a esos no ruidos apagados, a esas presencias mas intuidas que vistas,
a esos movimientos furtivos y sigilosos, como los de una ñacanina que sale del
agua y se desliza rápida, silente y se mete, subrepticia, en el monte.
Había una que lo hacía siempre y que él la bautizó “Ñacanac” que según
parece sería una crasis de “ñacanina” y “aragnac” -víbora en toba- y que el viejo debe haber
aprendido de los muchos hacheros originarios que solían tener los obrajes en
esa época.
Entretanto el tiempo, implacable, indetenible, indiferente a cualquier
especulación humana, seguía hacia los primeros cantos de los gallos que indicaban
la hora de diana, el preciso momento en que la carrería comenzaba a cobrar vida
y se prendían candiles, se avivaban brasas, se alzaban murmullos apagados y el entrechocar
de cacharros que indicaban la higiene inaugural y agua caliente para el mate, mientras
se iban incrementando los bufidos de bueyes, el ruido de cadenas, el ladrido de
algún perro comedido, y finalmente, el tacazo acompasado, rítmico, de los bujes
de los carros rolliceros hundiéndose en la picada maestra, rumbo al corte.
Una tarde cualquiera, llegó un mozo al obraje. Su impedimenta era apenas
un rebujo y un machete. Parecía un mariscador. Su acento lo delató enseguida y
lo motejaron El Chaqueñito. Impresionó bien. La humildad y la predisposición
para el trabajo solían ser una buena carta de presentación en esos rudos ambientes
del monte. Quería probar con el hacha. El capataz lo mandó a un lote cercano, para tenerlo a
mano y verlo actuar. Ni bueno ni malo. Como novato suplía con voluntad y empeño
la falta de baquía. Completó una quincena y pidió arreglo porque quería ir a
buscar a su familia, que se había quedado en lo de un pariente.
Volvió con una mujer,
una muchacha muy joven, de piel muy blanca y profundos ojos azules, gruesa, tal
vez de siete u ocho meses.
Trajo unas brazadas de hojas de pindó para hacerse un rancho y eligió
un lugar vacante, a unos pocos metros del tajamar. Unos horcones prexistentes y
unos carreros de franco le ayudaron. Era pequeño. Sobre el tocón de un quebracho
cortado hacia un par de años, armó fogón. La mujer enseguida consiguió para
lavar la ropa de los solteros y esas cosas, y así, pronto se acomodaron. Ella estaba
siempre cerca de la lagunita. Los que iban a buscar agua hablaban con ella y
ella hablaba con todos. Llamaba la atención el hecho de que a veces se quedase
mirando el tajamar largo tiempo y en silencio. Las viejas dijeron que era muy
joven, y que tal vez extrañaba su familia y no hicieron mucho caso.
Su hijo nació una madrugada. Con los primeros
síntomas, copó la parada una comadrona, de las que nunca faltan, que llegó candil
en mano y presurosa, como es de manual en estos casos.
No tenían cama. Sólo un colchón de espartillo en el
piso; unas sábanas y una frazada raídas, y unos trapos completaban el ajuar del
que llegaba. Desde afuera del rancho solo se escuchaban cuchicheos y a veces
una que otra queja de la parturienta. Casi al amanecer llegó un varón, que fue
saludado por los sapucay de los obrajeros. A los pocos días del parto la mujer ya
andaba levantada por el rancho, cocinaba, lavaba ropa, cuidaba de su hijo y se
la seguía viendo cerca del pozo, como siempre. Todo parecía normal.
Pero como al mes, arrancó otra historia.La criatura se puso pálida, inquieta, molesta, llorona, adelgazó y no
podía mamar. Tiene hambre, dijeron las viejas, y la mujercita se empeñó en
darle la teta. Tiene la leche amarga, dijeron las viejas, e improvisó un
biberón y le dio leche de vaca. Está ojeado, dijeron las viejas, y apareció una
que curaba el ojeo que desarrollo todo el ceremonial que es de rito en estos
casos. No hubo caso. No mejoró. Al cabo de dos semanas la criatura estaba muy
mal: débil, ojeroso, amarillento y finalmente murió. No se le veló mucho. Se le
puso sobre unos tablones labrados a hacha,
envuelto en unos trapos, alguien
le puso un par de níquel sobre los ojos, alguna vieja rezó un rosario y se le sepultó
al pie de un lapacho sobre cuyo tronco se marcó a hacha una cruz.
Mal de los cuarenta días dijeron las viejas, y como nadie sabía nada
de esas cosas, nadie dijo mas nada.
Si eso hubiese sido todo, el caso se habría olvidado a los pocos días,
este relato no habría sido posible y hoy sería un hecho insignificante, impreciso,
indetectable dentro de la historia de
los obrajes de la Formosa que fue y ya no es, ni será jamás. Pero acá
comienza lo extraordinario.
Después de la muerte del hijo, la mujer siguió muy mala. Se pasaba muchas
horas acostada o sentada a orillas del tajamar, mirando el agua. No comía casi,
lloraba silenciosamente, tenía un brillo tenebroso en aquellos ojos azules, y cada
día más pálida y ojerosa, parecía seguir la suerte del angelito. Es el duelo
por la muerte del hijo dijeron las viejas y como tenía lógica, nadie dijo mas
nada.
Finalmente, el chaqueñito fue a hablarlo al capataz. Le dijo que
quería sacar a la mujer del obraje, porque
se estaba volviendo loca. Que la mujer decía que un duende mató a la criatura para
quedarse él con su leche; que todas las noches venía a mamar mientras ella
estaba dormida; que escuchaba un silbido agudo y suave que le ocasionaba una extrema
languidez y que entonces una mano fría la acariciaba y una sensación indefinible
le neutralizaba la voluntad. Que cuando se despertaba, se sentía mojada, con
los pechos doloridos, húmedos y vacíos. Y agregó lo que era ya notorio: durante
el día solo quería dormir y cuando estaba
despierta, el único lugar donde se sentía un poco mejor era a orilla del
tajamar.
El hombre sopeso cuidadosamente la cuestión, estuvo de acuerdo con la
discreción que le demandaba el joven y prometió investigar. Ser capataz tenía
sus ventajas, pero también sus responsabilidades y saber era una de ellas.
Unas pocas madrugadas después de aquello, entregado a su ritual
acostumbrado, en la quietud de la noche, creyó escuchar unos quejidos o una
respiración entrecortada o jadeos o ronquidos, o todo junto, que parecían
provenir del rancho del hachero y que le resultaban desacostumbrados, confusos,
acaso ilógicos. Y fue lentamente acercándose, para oír mejor, y ya se estaba alejando,
ruborizado, pudoroso, soflamado, intuyéndose un fisgón o algo así, cuando vio
prender un candil dentro del rancho.
Y estalló el desastre.
Primero un alarido, luego otro, agudo y chillón, el de la mujer, y
después golpes, garrotazos, la bulla ininteligibles de toda pelea. La mujer salió
trastrabillando y medio rancho se vino abajo y el chaqueñito que por ese hueco
salió a los gritos, corriendo hacia la
laguna. Sólo vieron la superficie azogada del agua del tajamar, dibujada con
las ondas concéntricas de algo que había perturbado la quietud de aquel espejo
hacía apenas segundos.
Se alborotó la carrería y rápido se juntó
gente. Rastrearon todo, escondrijo por escondrijo y no hallaron nada hasta que alguien
se acordó del hueco del laurel. El sol ya asomaba, cuando a dos hachas lo
tumbaron y con una yunta de bueyes lo arrastraron hasta la canchada donde partieron
el tronco, hueco de punta a punta.
Furiosa, agresiva, con ojos encendidos, las
fosetas dilatadas, enroscada sobre sí misma, emitiendo un siseo hueco, como el
de una rueda de camioneta cuando se la hace rodar desinflada, lengüeteando enloquecidamente,
encontraron una ñacanina muy grande, como de tres metros. Don Gregorio la reconoció
inmediatamente: Era Ñacanac. La mataron a machetazos. Dicen que de la panza le
salió un líquido blancuzco.
La universalidad eleva esta
creencia popular a la categoría de mito y puede encontrárselo en Grecia, spaña, la India, Norte de África y casi toda América, pese a que por su diseño
anatómico general, su tipo de dentición, la ausencia de labios carnosos y su
lengua fina, flexible y bífida, los ofidios carecen absolutamente de facultad
para la succión, imprescindible para mamar. Algunos atribuyen el origen de la convicción a
la observación de algún ataque al ser pisada por algún animal y otros dicen que
se debe al aspecto de leche cortada que tiene la orina de las serpientes.
.
Ñacanina
Nombre
científico: Cyclagras gigas
Nombre común:
Ñacaniná, ñacaniná del agua.
Familia:
Colubridae.
Se lo conoce
también por los siguientes nombres vulgares: Yacaniná, Boipevacú, Surucucú do
Pantanal, Pepeva y Falsa cobra.
La ñakanina o
ñacaniná (Hydrodynastes gigas) es una especie de serpiente sudamericana.
Se encuentran
con pigmentación de la piel en colores negro, parduzco u ocre.
En general, esta
serpiente posee el área dorsal de tono amarillento-ocre brillante o rojizo, con
bandas o anillos irregulares, por lo común anchos y dispuestos en forma
transversal, cuya mayor densidad se da en la región posterior y caudal del
cuerpo.
De joven sufre
la amenaza de numerosos predadores. Pueden atacarlo aves rapaces, mamíferos
carniceros, Yacarés y también peces de talla superior, Lagartos overos y hasta
serpientes como la Musaraña, "Clelia clelia". Estos peligros
disminuyen más tarde, ya que sólo los enemigos de gran talla pueden enfrentarse
con él. Habita las zonas
de Brasil, Bolivia, Guyana Francesa, Paraguay, Venezuela y Argentina,
ubicándosela en las provincias de Buenos Aires, Corrientes, Misiones, Chaco,
Santa Fe, Entre Ríos y Formosa.
Es una culebra
de hábitos anfibios.
Halla su ámbito
natural en las zonas de pantanos, lagunas, bañados y arroyos. Es buena nadadora
y llega a permanecer algunos minutos sumergida. La ñacaniná es de hábitos más
diurnos que nocturnos.
La ñacaniná es,
por lo general, una especie ágil y característicamente agresiva. Cuando es
perturbada se irrita dilatando el cuello, levantando la cabeza y la tercera
parte anterior del cuerpo de un modo que recuerda a la afamada cobra de la
India.
Cuando se asusta
o irrita aplana la región cervical o el tercio anterior del tronco,
evidenciando su capelo al estilo de una verdadera Cobra del viejo mundo.
Mide hasta dos
metros con cincuenta centímetros de longitud y se han encontrado algunos
ejemplares que llegan a los 3 mts, y un diámetro en la mitad del tronco de ocho
centímetros. Las hembras alcanzan mayores tallas que los machos, presentan
cabezas más voluminosas, más cortas las colas, cuyas bases no se ensanchan (el
alojamiento de los hemipenes produce ensanchamiento). El diámetro del tronco es
en las hembras mayor que en los machos, en cambio en éstos la coloración es más
intensa. Llegan a pesar cuatro kilogramos de peso.
La coloración
del dorso es amarillo ocre o rojizo. Posee anchas bandas o anillos negros
irregulares transversos más densos en la región posterior y caudal, que se distribuyen,
en gran cantidad o muy dispersas, y al sol se vuelven tornasoladas o
iridiscentes.
A lo largo del
vientre, de color blancuzco o amarillo pálido, se destacan nítidamente tres
series paralelas longitudinales de manchas triangulares muy oscuras. La parte
posterior y caudal casi uniformemente pigmentada de color negro o castaño
oscuro.
En la cabeza
tiene una ancha estría negra desde el borde posterior del ojo a la nuca y una
línea negra arqueada en el occipucio.
Esta especie, la
Ñacaniná propiamente dicha, es la más conocida. La coloración y manchas de su
piel facilitan que se confunda a veces con la Boa acuática del litoral
Argentino, la Curidyú, "Eunectes-notaeus", rasgos a los cuales se
añaden la similitud de tamaño y distribución.
Cuerpo cilíndrico
o subcilíndrico, robusto, con una musculatura potente pero no notoria. Escamas
dorsales 19 en la mitad del cuerpo, ventrales 153-170, subcaudales 60-87,
dispuestas en pares.
Es de cabeza
grande, con cuello más o menos marcado. Lepidosis cefálica típica de los
Colúbridos, con una serie peculiar de suboculares, tres-cuatro que separan el
ojo de las supralabiales.
Escama rostral
tan ancha como alta, internasales más cortas que prefrontales, frontal tan
larga como ancha, más corta que las parietales; loreal cuadrangular, una
preocular y dos postoculares reunidas por tres suboculares, temporales dos más
dos, ocho supralabiales, ocho infralabiales
Tiene ojos
grandes, de pupila circular. hocico normal y
poco redondeado, orificios
nasales laterales, la dentición es
aglifa, con dientes sin ranuras o surcos longitudinales. En el hueso maxilar,
que no está reducido, se insertan 11-16 dientes de tamaño creciente hacia el
diastema que los separa de un par de agrandados y robustos colmillos
posteriores. Esto da una mordedura rotunda, aunque no venenosa; aunque se le
puede catalogar como "venenosa", teniendo en cuenta la potente accion
local del veneno de esta especie.
En marzo o
abril, comienza a reducir su actividad y alimentación, y busca refugio en las
grietas o en los agujeros de los troncos.Vivirá allí unos
cuatro o cinco meses, hasta la primavera. Tiene una gran
capacidad de ayuno. Puede pasarse sin comer hasta un año, incluso más. También
es muy grande la cantidad de alimentos que puede consumir, presenta una
voracidad casi insaciable. Durante el verano, llega a engullir hasta el veinte
por ciento de su peso por semana.Se caracteriza
por la variedad de presas que acepta en su dieta, es por ello que alcanza mayor
longevidad en cautiverio y se reproduce sin inconvenientes.
Se alimenta de
presas vivas, consume principalmente roedores peces y anfibios en concordancia
con su hábitat. En su búsqueda de alimento, estas culebras de hábitos diurnos
inspeccionan el medio con la lengua en busca de presas. Una vez
localizadas tiene dos modos de atraparlas, si es pequeña simplemente la muerde
y comienza a tragarla entera; si su tamaño es mayor, la apresan con los anillos
al tiempo que la muerden; incluso, si la resistencia es muy grande, pueden introducirse
en el agua para ahogarla. Cuando se
enfrenta con la víctima ya tiene la boca abierta y la muerde vigorosamente,
reteniéndola con sus dientes punzantes. Si la talla del animal es grande anilla
el cuerpo sobre la víctima mientras la muerde.Sólo come
animales vivos, en cautiverio llega a tomarlos de la mano de una persona. Encuentra su
alimento, basado en anfibios y peces, en los cursos de agua y zonas aledañas.
En tierra firme obtiene adultos de rata de campo, lauchas de campo, pequeñas
aves o pollitos, incluso, algunos ofidios. Para comenzar la
deglución, busca el extremo de la cabeza, llega a engullir animales que superan
hasta cuatro veces su diámetro cefálico gracias a su laxa conexión de los
huesos de la cabeza. Tiene una dieta
bastante variada, se alimenta de peces, anfibios y aves, en menor proporción se
alimenta de roedores y, en ocasiones, de ofidios pequeños. Cuando las presas
son grandes la ñacaniná puede matarlas por constricción o, incluso, sumergirlas
para ahogarlas.
La digestión le
ocupa tiempos variables, de cuatro a cinco días.
Los meses de
octubre y noviembre señalan el inicio de celo. Al producirse el encuentro, la
hembra queda quieta, mientras el macho la reconoce debido a los olores
producidos por las glándulas especiales que ella posee en la región de la
cabeza y en la cloacal. El macho sólo introduce uno de los dos hemipenes que
posee y la cópula, que puede durar pocos minutos o varias horas, queda
asegurada firmemente por las espinas o faneras.
En cautiverio,
el celo y la unión pueden producirse en distintas estaciones del año si se los
estimula con condiciones biometereológicas adecuadas y reuniendo varios machos
y hembras. También, es posible que en temporada reproductora, las hembras
puedan poner huevos fecundados sin necesidad del macho. Esto es debido a la
reserva de espermatozoides en los oviductos y espermatecas de períodos
reproductores anteriores.
La hembra pone
entre cinco y treinta y tres huevos a los cuales abandona enseguida. La puesta
se realiza en hormigueros, matorrales, grietas o troncos en descomposición. Los
huevos son ovalados, de un tamaño que varía entre cincuenta y dos y noventa
milímetros de largo y veinticinco a cuarenta y cinco milímetros de ancho.
Tienen la cáscara extremadamente blanda, luego, en contacto con el aire, se
vuelve más rígida aunque no se endurece totalmente. Es lisa y apergaminada y su
color es blanquecino.
Esta especie
tiene un lugar estratégico y relevante en las cadenas tróficas de los
ecosistemas del norte argentino y de las áreas tropicales de América del Sur.
La destrucción
indiscriminada de estas especies contribuye a la supervivencia de numerosos
carnívoros, así como aves, roedores, anfibios y peces que resultan vectores o
transmisores de muchas enfermedades peligrosas para el hombre.
La caza de esta
especie con fines comerciales, por el interés de su piel, ha llevado a
establecer leyes internacionales que la protejan del peligro de extinción que
la amenaza.
La amenazan no
solo los intereses comerciales sino además la falsa creencia de que son
altamente venenosas y leyendas que dicen que traen mala suerte o que son
personificación del diablo.
Fuente: www.extremolitoral.com.ar/noticias/turismo
La ñakanina o ñacaniná
Nombre científico: Cyclagras gigas
Nombre común: Ñacaniná, ñacaniná del agua.
Familia: Colubridae.
Se lo conoce también por los siguientes nombres vulgares: Yacaniná, Boipevacú, Surucucú do Pantanal, Pepeva y Falsa cobra.
La ñakanina o ñacaniná (Hydrodynastes gigas) es una especie de serpiente sudamericana.
Se encuentran con pigmentación de la piel en colores negro, parduzco u ocre.
En
general, esta serpiente posee el área dorsal de tono amarillento-ocre
brillante o rojizo, con bandas o anillos irregulares, por lo común
anchos y dispuestos en forma transversal, cuya mayor densidad se da en
la región posterior y caudal del cuerpo.
De joven
sufre la amenaza de numerosos predadores. Pueden atacarlo aves rapaces,
mamíferos carniceros, Yacarés y también peces de talla superior,
Lagartos overos y hasta serpientes como la Musaraña, "Clelia clelia".
Estos peligros disminuyen más tarde, ya que sólo los enemigos de gran
talla pueden enfrentarse con él.
Habita
las zonas de Brasil, Bolivia, Guyana Francesa, Paraguay, Venezuela y
Argentina, ubicándosela en las provincias de Buenos Aires, Corrientes,
Misiones, Chaco, Santa Fe, Entre Ríos y Formosa.
Es una culebra de hábitos anfibios.
Halla su
ámbito natural en las zonas de pantanos, lagunas, bañados y arroyos. Es
buena nadadora y llega a permanecer algunos minutos sumergida. La
ñacaniná es de hábitos más diurnos que nocturnos.
La
ñacaniná es, por lo general, una especie ágil y característicamente
agresiva. Cuando es perturbada se irrita dilatando el cuello, levantando
la cabeza y la tercera parte anterior del cuerpo de un modo que
recuerda a la afamada cobra de la India.
Cuando
se asusta o irrita aplana la región cervical o el tercio anterior del
tronco, evidenciando su capelo al estilo de una verdadera Cobra del
viejo mundo.
CARACTERISTICAS MORFOLOGICAS:
Mide
hasta dos metros con cincuenta centímetros de longitud y se han
encontrado algunos ejemplares que llegan a los 3 mts, y un diámetro en
la mitad del tronco de ocho centímetros. Las hembras alcanzan mayores
tallas que los machos, presentan cabezas más voluminosas, más cortas las
colas, cuyas bases no se ensanchan (el alojamiento de los hemipenes
produce ensanchamiento). El diámetro del tronco es en las hembras mayor
que en los machos, en cambio en éstos la coloración es más intensa.
Llegan a pesar cuatro kilogramos de peso.
La
coloración del dorso es amarillo ocre o rojizo. Posee anchas bandas o
anillos negros irregulares transversos más densos en la región posterior
y caudal, que se distribuyen, en gran cantidad o muy dispersas, y al
sol se vuelven tornasoladas o iridiscentes.
A lo
largo del vientre, de color blancuzco o amarillo pálido, se destacan
nítidamente tres series paralelas longitudinales de manchas triangulares
muy oscuras. La parte posterior y caudal casi uniformemente pigmentada
de color negro o castaño oscuro.
En la cabeza tiene una ancha estría negra desde el borde posterior del ojo a la nuca y una línea negra arqueada en el occipucio.
Esta
especie, la Ñacaniná propiamente dicha, es la más conocida. La
coloración y manchas de su piel facilitan que se confunda a veces con la
Boa acuática del litoral Argentino, la Curidyú, "Eunectes-notaeus",
rasgos a los cuales se añaden la similitud de tamaño y distribución.
Cuerpo
cilíndrico o subcilíndrico, robusto, con una musculatura potente pero no
notoria. Escamas dorsales 19 en la mitad del cuerpo, ventrales 153-170,
subcaudales 60-87, dispuestas en pares.
Es de
cabeza grande, con cuello más o menos marcado. Lepidosis cefálica típica
de los Colúbridos, con una serie peculiar de suboculares, tres-cuatro
que separan el ojo de las supralabiales.
Escama
rostral tan ancha como alta, internasales más cortas que prefrontales,
frontal tan larga como ancha, más corta que las parietales; loreal
cuadrangular, una preocular y dos postoculares reunidas por tres
suboculares, temporales dos más dos, ocho supralabiales, ocho
infralabiales
Tiene ojos grandes, de pupila circular.
Hocico normal y poco redondeado.
Orificios nasales laterales.
La
dentición es aglifa, con dientes sin ranuras o surcos longitudinales. En
el hueso maxilar, que no está reducido, se insertan 11-16 dientes de
tamaño creciente hacia el diastema que los separa de un par de
agrandados y robustos colmillos posteriores. Esto da una mordedura
rotunda, aunque no venenosa; aunque se le puede catalogar como
"venenosa", teniendo en cuenta la potente accion local del veneno de
esta especie.
ALIMENTACION:
En marzo
o abril, comienza a reducir su actividad y alimentación, y busca
refugio en las grietas o en los agujeros de los troncos.
Vivirá allí unos cuatro o cinco meses, hasta la primavera.
Tiene
una gran capacidad de ayuno. Puede pasarse sin comer hasta un año,
incluso más. También es muy grande la cantidad de alimentos que puede
consumir, presenta una voracidad casi insaciable. Durante el verano,
llega a engullir hasta el veinte por ciento de su peso por semana.
Se
caracteriza por la variedad de presas que acepta en su dieta, es por
ello que alcanza mayor longevidad en cautiverio y se reproduce sin
inconvenientes.
Se
alimenta de presas vivas, consume principalmente roedores peces y
anfibios en concordancia con su hábitat. En su búsqueda de alimento,
estas culebras de hábitos diurnos inspeccionan el medio con la lengua en
busca de presas.
Una vez
localizadas tiene dos modos de atraparlas, si es pequeña simplemente la
muerde y comienza a tragarla entera; si su tamaño es mayor, la apresan
con los anillos al tiempo que la muerden; incluso, si la resistencia es
muy grande, pueden introducirse en el agua para ahogarla.
Cuando
se enfrenta con la víctima ya tiene la boca abierta y la muerde
vigorosamente, reteniéndola con sus dientes punzantes. Si la talla del
animal es grande anilla el cuerpo sobre la víctima mientras la muerde.
Sólo come animales vivos, en cautiverio llega a tomarlos de la mano de una persona.
Encuentra
su alimento, basado en anfibios y peces, en los cursos de agua y zonas
aledañas. En tierra firme obtiene adultos de rata de campo, lauchas de
campo, pequeñas aves o pollitos, incluso, algunos ofidios.
Para
comenzar la deglución, busca el extremo de la cabeza, llega a engullir
animales que superan hasta cuatro veces su diámetro cefálico gracias a
su laxa conexión de los huesos de la cabeza.
Tiene
una dieta bastante variada, se alimenta de peces, anfibios y aves, en
menor proporción se alimenta de roedores y, en ocasiones, de ofidios
pequeños. Cuando las presas son grandes la ñacaniná puede matarlas por
constricción o, incluso, sumergirlas para ahogarlas.
La digestión le ocupa tiempos variables, de cuatro a cinco días.
REPRODUCCIÓN:
Los
meses de octubre y noviembre señalan el inicio de celo. Al producirse el
encuentro, la hembra queda quieta, mientras el macho la reconoce debido
a los olores producidos por las glándulas especiales que ella posee en
la región de la cabeza y en la cloacal. El macho sólo introduce uno de
los dos hemipenes que posee y la cópula, que puede durar pocos minutos o
varias horas, queda asegurada firmemente por las espinas o faneras.
En
cautiverio, el celo y la unión pueden producirse en distintas estaciones
del año si se los estimula con condiciones biometereológicas adecuadas y
reuniendo varios machos y hembras. También, es posible que en temporada
reproductora, las hembras puedan poner huevos fecundados sin necesidad
del macho. Esto es debido a la reserva de espermatozoides en los
oviductos y espermatecas de períodos reproductores anteriores.
La
hembra pone entre cinco y treinta y tres huevos a los cuales abandona
enseguida. La puesta se realiza en hormigueros, matorrales, grietas o
troncos en descomposición. Los huevos son ovalados, de un tamaño que
varía entre cincuenta y dos y noventa milímetros de largo y veinticinco a
cuarenta y cinco milímetros de ancho. Tienen la cáscara extremadamente
blanda, luego, en contacto con el aire, se vuelve más rígida aunque no
se endurece totalmente. Es lisa y apergaminada y su color es
blanquecino.
La
destrucción indiscriminada de estas especies contribuye a la
supervivencia de numerosos carnívoros, así como aves, roedores, anfibios
y peces que resultan vectores o transmisores de muchas enfermedades
peligrosas para el hombre.
La caza
de esta especie con fines comerciales, por el interés de su piel, ha
llevado a establecer leyes internacionales que la protejan del peligro
de extinción que la amenaza.
La
amenazan no solo los intereses comerciales sino además la falsa creencia
de que son altamente venenosas y leyendas que dicen que traen mala
suerte o que son personificación del diablo.